Chetumal: Donde la Mesa Cuenta la Historia
14 Dic. 2025
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Chetumal es así, un territorio que la mezcla no es excepción, sino regla; cada bocado guarda la memoria de un viaje; y donde la identidad se escribe con ingredientes que cruzaron mares, culturas y lenguas
Sonya Santos/ CAMBIO 22
Hay territorios donde la gastronomía no solo alimenta: explica. La frontera sur de México, en el que Quintana Roo mira directamente hacia Belice, es uno de esos lugares. En Chetumal —ciudad que durante siglos miró más al Caribe que al resto del país— la cocina es un espejo de su historia, una mezcla viva de raíces mayas, presencia anglo-africana, influencias caribeñas, oleadas migratorias y viejos circuitos comerciales que conectaron puertos, aromas y productos a lo largo de dos siglos. Aquí, la identidad culinaria es un mapa en el que convergen el maíz mesoamericano, la leche de coco, la jamonilla danesa y el queso holandés envuelto en cera roja.
Esta semana estuve en Chetumal para la Reunión Nacional de Cultura de la Secretaria de Cultura federal, un encuentro lleno de momentos memorables con expertos que trabajan por la identidad comunitaria, y las sorpresas de vivir la ciudad a través de su comida. Probablemente sea la urbe más marcada por la influencia caribeña, y no solo presume ser la cuna del mestizaje por razones históricas, sus mesas también lo narran. En una de las cenas a las que asistí, bastó leer un pequeño menú para descubrir, en pocas líneas, siglos completos de viajes, migraciones, conquistas, nostalgias y comercios. La historia cabía ahí, entre platillos que parecían simples, pero estaban cargados de memoria.

Recordemos que antes de la llegada de los europeos esta región fue maya y parte profunda de Mesoamérica. Sin embargo, los Mini Kibis de carne que ofrecieron delataban otras capas, la presencia libanesa que llegó a la península a finales del siglo XIX y principios del XX y dejó para siempre su huella en la cocina del sureste. La carne de res, por supuesto, es el legado español. Y después aparecieron las empanaditas de Tulip. “Tulip” no es una receta, sino una marca danesa de jamonilla —similar al SPAM— que se volvió parte cotidiana de las despensas en el Caribe y en la frontera sur. Basta que los locales digan “Tulip” para que todos sepan de qué se habla.
Luego aparecía en el menú un crostini con dip de queso de bola. Los crostini son italianos: rebanadas tostadas con aceite de oliva donde uno puede poner casi cualquier cosa encima. Pero el queso de bola es otra historia. Ese queso que muchos creen “yucateco” es en realidad Edam, originario de Holanda, y llegó a la península, envuelto en su icónica cera roja, gracias al comercio marítimo del siglo XIX y principios del XX. Barcos que zarpaban desde Belice, Cuba, Jamaica o Estados Unidos lo traían como uno de esos productos ideales para resistir el calor tropical. Con el tiempo dejó de ser un simple ingrediente y se volvió un personaje cultural, un símbolo regional.
La segunda parte del menú incluía Rice and Beans, pollo adobado, ensalada rusa y plátanos fritos. El Rice and Beans es lo que en México llamaríamos arroz con frijoles, pero este preparado con leche de coco, una costumbre profundamente caribeña que Belice compartió generosamente con Chetumal —al grado de que aquí se conserva incluso el nombre en inglés. El pollo es hijo de España, pero el adobo es hijo de México: chiles secos, especias y paciencia. La ensalada rusa, que en su versión soviética se popularizó como alimento nutritivo y económico, llegó al Caribe vía influencias europeas y se adaptó a cada clima y paladar. Y los plátanos fritos, tan imprescindibles en esta región, nos recuerdan el camino de ida y vuelta entre África y América, un fruto se convirtió en producto profundamente caribeño.

Todo esto, en un solo menú. Una pequeña hoja de papel que funciona como lección de historia culinaria, como geografía afectiva y como recordatorio de que las cocinas fronterizas son, por naturaleza, generosas y curiosas.
Chetumal es así, un territorio que la mezcla no es excepción, sino regla; cada bocado guarda la memoria de un viaje; y donde la identidad se escribe con ingredientes que cruzaron mares, culturas y lenguas. Quizá por eso, sentarse a la mesa aquí es más que comer, es escuchar cómo la historia sigue hablando, entre el aroma del coco, la cera roja del queso de bola y el eco de un inglés caribeño perfectamente integrado al español quintanarroense. En sus mesas se saborean, sin proponérselo, un pequeño manifiesto de sincretismo y globalización temprana.
Chetumal enseña que también se puede narrar un país desde sus fronteras —y que, a veces, es ahí donde mejor se entiende quiénes somos. ¿Y qué mejor forma de descubrirlo que probando lo que la historia, tan generosa como el Caribe, nos ha dejado en el plato?
Fuente: El Financiero
KXL/RCM




















