Jorge González Durán / CAMBIO 22

Yo nunca pensé que se podía morir. La veía invulnerable a las tempestades de la vida. Cuando venía a mi casa de Cancún salía a la calle con cualquier motivo. Con Layda salía a comprar al mercado o simplemente a caminar. Venía acompañada de mi sobrina Kenia, una de sus nietas preferidas antes de que apareciera Arely en escena.

Nunca se quejaba de nada, ni siquiera del calor. Siempre presumía que en la Normal Rural de San Diego Tekax yo iba los sábados a sacar piedras para vender y así poder invitar a mi amiga al cine y a cenar panuchos en el mercado. Me preguntaba de mis novias y me decía que el amor era el mejor sentimiento porque nos devolvía la inocencia y la limpieza del alma. Dios bendice a los enamorados, me susurraba. Siempre que me escuchaba entonar alguna canción me acariciaba la cara y me decía -que bueno que estas enamorado, cuando quieras la traes a la casa a comer.

En octubre del 68 estuve en la Plaza de las tres Culturas y luego escondido por unos días. Alguien le dijo a mi papá que yo había muerto, pero ella, sin ningún asomo de duda, dijo que no era verdad. Mi corazón me dice que está vivo, las madres sabemos todo de nuestros hijos, el día que se deje de mover en mi vientre me preocuparé, le dijo.

En los setentas cuando menos una vez al mes viajaba yo de Chetumal a Campeche con algunos juguetes para mis sobrinos, una botella de apletton para mi papá y bolas de queso para mi mamá. Mis amigos que me encontraba en la central de autobuses me preguntaban: ¿a donde vas? -voy a ver a mi mamá, respondía.

Ahora que han pasado los años, si me preguntaran lo mismo, me gustaría responder: -voy a ver a mi mamá.

Ella siempre tendrá veinte años, como en la foto.

 

 

 

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