Según los expertos, pasarán años hasta que los alimentos cultivados en la zona afectada sean seguros para el consumo

 

Omar Lázaro García/CAMBIO 22

Cuando era niño, mi madre me llevaba a bañarme a un manantial cerca de mi pueblo. Junto al agua había palmeras, y en ellas papanes, pájaros que viven los frondosos bosques de la costa del golfo en el estado mexicano de Veracruz, donde vivo. Se ponían a cantar cuando nos acercábamos al manantial y otros animales huían.

Un árbol que crece dentro de una portería de futbol en un campo abierto

Mi pueblo, Escolín, es una comunidad indígena que se encuentra entre Papantla, una ciudad turística llamada así por los pájaros, y Poza Rica, una ciudad petrolera. Muchos de los pozos que suministran petróleo a Poza Rica están cerca de Escolín. Cuando se pone el sol, las llamaradas de gas cercanas pintan la noche de rojo.

Nací bajo estos cielos teñidos de sangre; siempre me parecieron naturales. Pero me he preguntado qué debieron haber pensado mis antepasados la primera vez que el cielo nocturno se tiñó de rojo, cuando empezó la extracción comercial de petróleo en la zona hace más de un siglo. Quizá que el infierno salía de la tierra.

Una imagen en blanco y negro de una tumba en medio de vegetación.

En 1928, la empresa El Águila, propiedad de Shell, encontró petróleo al oeste de Poza Rica, el primer gran descubrimiento de petróleo en la región indígena del Totonacapan, que abarca los estados de Veracruz y Puebla. Así comenzó, para mi pueblo, la explotación del hombre blanco del ixchalatiyat, totonaco para “el aceite extraído del corazón de la tierra”.

En las décadas siguientes, la región fue invadida. Los campesinos habían obtenido derechos de uso de la tierra como miembros de ejidos, un tipo de terrenos agrícolas comunales, tras la Revolución mexicana de 1910 a 1920. Pero en medio del interés cada vez mayor por los yacimientos petrolíferos de la zona, Pemex, la empresa estatal de petróleo y gas, se adueñó de gran parte del territorio al expropiar áreas de selva en virtud de la legislación federal.

Una hilera de árboles cubiertos de petróleo.

La gente de fuera también hizo otras cosas para extinguir nuestra relación con nuestra tierra. Las escuelas públicas estigmatizaron la lengua totonaca y nos incitaron a hablar español. Los misioneros cristianos anularon nuestras creencias tradicionales y sugerían que la tierra era un recurso que había que explotar. Todo lo que quedó de nuestra cosmogonía fueron historias: cuentos contados para asustar a los niños, pero despojados de las creencias profundas que daban sentido a nuestros vínculos con la tierra.

Mientras tanto, la maquinaria pesada se abría paso por las montañas, arrasando plantas de vainilla y naranjos. Pemex empezó a enviar cada vez más trabajadores para explotar nuevos pozos. Por la noche, las llamas palpitaban entre los árboles.

 

 

Fuente: The New York Times

redaccionqroo@diariocambio22.mx

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