Una Lección de Vida
25 Mar. 2024
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Doña Francisca… o mejor dicho, la licenciada MFG, sonorense ella, me dijo que ya no iba a poder hacer la limpieza en el departamento. Con la voz entrecortada me informó que había conseguido trabajo como asistente administrativa.
Roberto Vargas /CAMBIO22
Doña Francisca… o mejor dicho, la licenciada MFG, sonorense ella, me dijo que ya no iba a poder hacer la limpieza en el departamento. Con la voz entrecortada me informó que había conseguido trabajo como asistente administrativa en una escuela de cosmetología en la calle de Coruña, en la colonia Viaducto Piedad: “Me quedé sin trabajo y me falta cotizar ocho meses para poder jubilarme, ahora lo voy a poder hacer”.
En las manos traía su CV engargolado: titulada de la generación 1974-78 de la Facultad de Economía de la UNAM y mucha experiencia como docente. Me dijo que tuvo que aceptar un empleo en una empresa de limpieza ante la imposibilidad de ser contratada en otro sitio por su edad: tiene 59 años.
Su mayor temor era que su hija, su hijo y sus nietos, descubrieran que hacía la limpieza en el condominio el que vivo, a unas cuadras de donde tiene su casa, además de trabajar en algunos departamentos, como en el mío. Me comentó que no los quería avergonzar y tampoco preocupar. Le dije que le pagaba el día, pero que ya no se quedara a trabajar, no me parecía justo. Me respondió que lo iba a hacer y se ofreció a ayudarme hasta que yo encontrara a otra persona. Dijo estar muy agradecida conmigo y accedí a que se quedara. Salí del departamento para ir a entrenar y cuando regresé encontré el departamento impecable. Le ofrecí una taza de café, pero terminé preparándole el desayuno.
De alguna manera percibí que ella no pertenecía al gremio de las “trabajadoras domésticas” cuando le pregunté si alguna de las chicas que ella supervisaba mientras hacían el aseo en las áreas comunes del condominio podía asistirme una vez a la semana. A veces llegaba con licras y sus tenis Nike después de haber corrido. Me dijo que también nadaba. Sus comentarios cuando escuchaba alguna noticia en el radio o recogía el periódico, no eran los de una trabajadora del hogar, con perdón del término. La veía mirar mis libros, discos y revistas con detenimiento. Me daba cuenta que ojeaba El País o la sección de negocios de El Universal, los diarios que llegaban a casa. Su léxico era diferente, también sus gustos. Reconozco que me molestó que abriera mi paquete de pan de centeno con cebolla para hacerse un sandwich con aquel queso holandés que dejé en el refrigerador. Alguna que otra fruta se comía y tomaba del café que me había regalado mi novia, el que le ofrecía a las visitas. Pero nunca se me perdió nada. Después de desayunar me pidió una carta de recomendación y se despidió. Me volvió a decir que mientras encontraba a otra persona, ella podía volver. Le dije que no la voy a llamar, al menos para eso, no.
Si de camino al gimnasio iba con un nudo en la garganta, apenas cruzó la puerta Francisca me puse a llorar. Sí, soy un pinche chillón. Me quedé sentado un rato en el futón mientras pensaba en lo agradecido que debo estar con la vida por lo que tengo. Esta mañana tuve una lección de vida. No más quejas. No más.
Fuente : La Lista
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