Una Duda Sistemática, Una Verdad a Medias y el Síndrome del Espejo Roto
11 Sep. 2025
Miguel Ángel Mauss / CAMBIO 22
Como lector, del Libro “La duda sistemática” me acerqué a la carta de Fernando Martí dirigida a Francisco Labastida Ochoa y publicada en “La Silla Rota” el pasado 15 de marzo, con la curiosidad propia de quien ha vivido —aunque sea como testigo distante— las consecuencias de una política que siempre parece repetirse, con otros rostros y los mismos vicios. Lo que encontré no fue solo una crítica bien argumentada al libro de memorias La duda sistemática, sino un lúcido desmantelamiento del mito autobiográfico en la política mexicana. Y confieso que, como lector compartí muchas de las dudas, ironías y decepciones que Martí expone con su estilo certero e implacable.
Antes de hablar sobre la carta que le envía Fernando Martí a Francisco Labastida Ochoa, debo dar referencia a ustedes lectores, de quien es Fernando Martí.
El libro “Cancún, fantasía de banqueros: la construcción de una ciudad turística a partir de cero” es una narración periodística de Fernando Martí, es un libro que al menos, en los años 90 lo estudiaban los alumnos del Colegio “Cumbres” de Chetumal, pues de acuerdo a lo que me contó mi amigo Gustavo G. G. les obligaban a estudiarlo, sus maestros les decían que debían conocer la historia que narraba el libro, porque un día llegaría ir a gobernar la ciudad de Cancún, ¡Vaya ironía que vivimos ahora los chetumaleños!
Con lo anterior, quiero expresar que, si alguien ha contado la historia de Cancún desde sus inicios, ese es Fernando Martí. Pues además ha sido reportero, director de revistas, fundador de diarios como La Crónica de Cancún y Cancún Voz del Caribe, y hasta asesor de la Secretaría de Turismo. Pero su verdadera pasión ha sido siempre contar Cancún, entenderlo y dejarlo por escrito.

Ahora, regresando al tema principal, coincido con Fernando Martí en que las autobiografías políticas en México se han vuelto un género del autoengaño. Cada libro pretende absolver, jamás asumir, cada narrador se presenta como víctima de circunstancias adversas, incomprendido por la historia, saboteado por enemigos invisibles. Y así, la historia reciente de México queda contada por una legión de inocentes, no hay culpables; apenas errores “estructurales”, decisiones difíciles, contextos complicados, pero nunca hay responsabilidad política real y el libro “La duda sistemática” de Labastida no es la excepción, sino parte del patrón.
En ese sentido, el repaso que hace Labastida como funcionario público en los gobiernos de los expresidentes es más que un recuento anecdótico: es un inventario de evasiones. Desde Gustavo Díaz Ordaz hasta Zedillo, su libro pudo ser un testimonio valioso de alguien que estuvo en el epicentro del poder durante décadas, termina siendo —como bien señala Martí— una narrativa tibia, autocensurada, cautelosa, cómplice, hasta llegar a la cobardía.
Especialmente revelador es el análisis de las inexactitudes en torno al turismo y la fundación de Cancún. Martí no solo conoce los hechos, los ha vivido, los ha estudiado. Su desmentido puntual de errores en nombres, fechas, responsables y decisiones revela algo más que fallas de memoria: pone en evidencia el descuido, o peor aún, la indiferencia por la verdad. Y cuando uno recuerda que Labastida fue funcionario de primer nivel, resulta inquietante pensar que ni siquiera en su intento por dejar testimonio se haya tomado la molestia de consultar con rigor.
Pero donde el texto de Martí adquiere mayor densidad crítica es en el análisis de lo que no se dice. Porque si algo delata a un político en sus memorias, no es solo lo que cuenta, sino lo que decide callar. ¿Por qué Labastida evita profundizar en su relación con Salinas, Martí, señala una seria confrontación; ¿Por qué menciona con timidez los conflictos dentro del PRI y se ahorra el juicio sobre la traición interna que padeció en 2000? ¿Por qué denuncia que Zedillo lo saboteó, pero no da nombres, fechas, no presenta pruebas? Sólo acusaciones propias ¿Y por qué, si repudia la barbarie del 2 de octubre, nunca alzó la voz cuando formaba parte de ese sistema represivo?
Como lector, una de las preguntas que más me rondó durante la lectura de la carta fue esta: ¿por qué un político escribe sus memorias? Y la respuesta que propone Martí —aunque amarga— me parece acertada: no para contar la verdad, sino para controlar el relato. En México, las memorias no son actos de conciencia, sino estrategias de posicionamiento póstumo. Se escribe no para rendir cuentas, sino para quedar bien en la foto final. Y eso, en un país con la memoria institucional tan deteriorada, es no solo un desperdicio, sino una falta ética.
La parte final de la carta, donde Martí reflexiona sobre el presidencialismo mexicano y el mito del poder absoluto, me pareció especialmente pertinente. Martí no niega que el presidencialismo ha sido un problema; lo que cuestiona es que el mal se resuelva suprimiendo la figura y no corrigiendo la cultura. ¿De qué serviría dividir el poder si seguimos sin respetar la ley, si la impunidad es la norma, si todos los niveles de autoridad replican los mismos abusos? No se respeta el Estado de Derecho Constitucional, no hay certeza y seguridad jurídica, legislan a conveniencia propia sin pensar en el bienestar de la nación.
Esa es, tal vez, la mayor deuda del libro de Labastida: en su largo recuento de cargos, conflictos y coyunturas, nunca aparece con claridad la única idea que podría redimir toda memoria política: la ley como principio rector de la vida pública. En su diagnóstico sobre la derrota del PRI, en su retrato de los sexenios que vivió, en sus propuestas para el futuro, no se respira la urgencia de un Estado de derecho. Y sin eso, cualquier autobiografía es solo una fábula más, escrita para justificar, no para explicar.
Como lector, agradezco la carta de Fernando Martí no por su sarcasmo —aunque lo disfruto— sino por su valor para decir lo que muchos pensamos, pero pocos escriben. Lejos de ser una diatriba personal, es un ejercicio crítico de memoria colectiva. Porque, al final, lo que está en juego no es el prestigio de un exfuncionario ni la precisión de una anécdota, sino nuestra capacidad de entender el pasado para no repetirlo.
Y en eso, tristemente, seguimos muy mal, sobre todo en algunos estados.
Fuente: Facebook
GPC/RCM




















