Separar la Política del Crimen: Impostergable Misión de Claudia
29 May. 2025
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La descriminalización de la política es, hoy, un imperativo de Estado; es una acción de sobrevivencia institucional
José Reyes Doria / CAMBIO 22
El poder político es el único que tiene legitimidad para ser acatado y obedecido, porque es producto de la voluntad social y ciudadana de entregarle la autoridad para gobernar a todos. Las vías y formas de constituir el poder político han variado a lo largo de la historia; hoy, formalmente, se constituye a través de elecciones, leyes e instituciones. Por ello, al poder político se le puede y debe exigir eficacia, honradez y que gobierne para todos. Todo esto, al menos en la teoría, porque en los hechos las cosas son más imperfectas que ideales.
Pero existen muchos otros poderes no constituidos, poderes fácticos. El poder económico, el poder caudillista, el poder sindical, el poder financiero, el poder mediático, el poder empresarial, el poder académico, el poder eclesiástico, el poder militar, el poder de organizaciones y gremios, entre muchos otros poderes y fuentes de poder. Y, desde luego, el poder criminal; el poder que ostentan los personajes y organizaciones criminales a partir de su capacidad de generar violencia, ignorar legislaciones y doblegar a otros poderes.

Históricamente, la tendencia ha sido hacia la supremacía del poder político, lo cual equivale a decir la soberanía del Estado. Recordemos la célebre definición de Max Weber: el Estado es la entidad que posee el monopolio del uso legítimo de la violencia. Es decir, no es que el Estado sea el único que tenga capacidad para ejercer la violencia física, ni que sea el único que la ejerce, pues evidentemente muchos otros poderes la ejercen: lo que dice Weber es que el Estado es el único que lo puede hacer legítimamente, hasta que someta a los demás practicantes de la violencia. El poder político, así sustentado, debe tener la capacidad para imponer su voluntad (socialmente legitimada) contra cualquier otro foco de resistencia que lo desafíe.
Hoy, en México y otras partes del mundo también, el crimen organizado goza de tanto poder que condiciona inaceptablemente el funcionamiento legítimo y eficiente del Estado. Siempre han coexistido el poder criminal y otros poderes fácticos con el poder político, en una dinámica incesante en la que cada uno de esos poderes fácticos opera, si es necesario de forma ilegal y violenta, para imponer y realizar sus intereses. Incluso, en algunos momentos históricos, un poder fáctico como el de la iglesia católica en las primeras décadas del México independiente, no solo buscan imponer sus intereses, sino que han pretendido doblegar al Estado.
En el caso del poder criminal, México ha vivido momentos de clara intencionalidad de condicionar y superar al Estado, al menos en las áreas que son vitales para las grandes organizaciones criminales. Vimos episodios inquietantes en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), cuando las formas de organización y expansión, así como los alcances y magnitudes de la violencia de los grupos criminales rebasaron las capacidades de contención del gobierno de la República. Hubo asesinatos de un Cardenal, de un candidato presidencial del partido oficial, de empresarios de alto perfil; violencia desbordada y serios indicios de complicidad entre organizaciones criminales y altos funcionarios del gobierno.
Después vino una especie de reflujo de la pretensión criminal de condicionar al gobierno de la República, aunque el poder criminal se expandió de forma imparable en los gobiernos de los estados y los municipios. Hasta que en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) las ramificaciones del crimen organizado eran ya intolerables y desbordaron las capacidades del Estado para combatirlo y proteger a la sociedad. Calderón aprovechó esta situación para lanzar una guerra irresponsable contra el narco, una decisión brutal porque no midió consecuencias, no se planeó adecuadamente y sumió al país en un delirante baño de sangre, lo cual empoderó exponencialmente al crimen organizado.

En el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) se encarceló al general Jesús Gutiérrez Rebollo por complicidades con el narco, hecho agravado porque el general era el encargado especial de combatir ese delito. Recientemente, en Estados Unidos se detuvo y condenó a Genaro García Luna, titular del área de seguridad pública en el gobierno de Felipe Calderón, por acusaciones similares. Misma suerte han corrido un puñado de gobernadores y alcaldes en los últimos 40 años. Estos servidores públicos de alto nivel son evidencia de que el empoderamiento del crimen organizado sería inviable sin la complicidad y colaboración de las altas esferas del poder político.
Siempre ha sido así, el equilibrio siempre ha sido precario en la coexistencia Crimen-Estado. Cuando ha habido periodos de violencia de bajo perfil en las últimas décadas se habla de acuerdos informales que hacen posible una “pax narca”.
Pero ahora, en 2025, hay señales de que el crimen organizado está rebasando las capacidades del Estado para imponer la Ley, impedir la violencia criminal, proteger a la sociedad y, sobre todo, someter a los poderosos grupos criminales. El poder criminal sustenta sus capacidades en las actividades de tráfico de drogas, extorsión, tráfico de personas, diezmo aplicado a empresarios, productores agrícolas, mineros, dependencias públicas. El poder criminal ha capturado de forma más amplia que antes, áreas sensibles como aduanas, áreas del sistema financiero, policías, espacios clave en los tres órdenes de gobierno.
Más que antes, o al menos hoy existe más información, el crimen organizado influye de forma directa y brutal en porciones significativas de las elecciones y candidaturas de alcaldes, gobernadores y legisladores. Las versiones e indicios de gran penetración del poder criminal en muchos gobiernos estatales, es inquietante. En el día a día, resulta sumamente complejo rechazar la injerencia del poder criminal que ofrece cantidades fabulosas de dinero para las campañas electorales, por ejemplo, lo cual, entre otros mecanismos de coacción, va concretando el dominio criminal en importantes áreas del Estado.
La política permisiva en la materia de Enrique Peña Nieto (2012-2018), llevada a su máxima expresión por AMLO, aunada a la tendencia al empoderamiento y expansión del crimen organizado, han generado una situación caracterizada por una violencia imparable, amplios territorios dominados por el crimen organizado donde los criminales ejercen funciones de recaudación de impuestos, de protección, de regulación de precios y de control de la circulación de personas y mercancías, sin que el Estado pueda hacer nada efectivo para impedirlo. La reciente ejecución de dos personas cercanísimas a la Jefa de Gobierno de la CDMX, puede interpretarse como un mensaje del poder criminal con el objetivo de advertir que no será fácil desmontar sus estructuras de poder.

¿Siempre ha sido así? Sí. Pero ahora existen una serie de factores que apuntan a una situación impostergable, que obliga al gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum a limpiar la casa a fondo:
1.- Ningún gobierno federal, ningún Presidente o Presidenta quieren ni proyectan establecer una alianza con el crimen organizado. Pero en momentos como el actual, saben que combatirlo de forma frontal y generalizada podría generar una desestabilización terrible, porque las complicidades entre el crimen y la política han alcanzado niveles desde los cuales pueden desafiar al Estado. En el gobierno de Claudia, seguramente tienen información sobre los políticos de alto nivel involucrados, así como empresarios y desde luego los capos más importantes. Pero lanzarse a un combate masivo y generalizado puede causar una tormenta imprevisible. El dilema es enorme.
2.- Pero al mismo tiempo es impostergable que el gobierno de la República lleve a cabo una operación a fondo, porque tiene encima la presión exorbitante del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Dicho por éste y por sus colaboradores más radicales, han expresado a la Presidenta su deseo de intervenir directamente, con fuerzas gringas, en la captura de los capos del crimen organizado. Trump ha dicho claramente que quiere cabezas de narcopolíticos de alto nivel, dejando ver que tendría información contundente para incriminar a políticos de la talla de secretarios y ex secretarios de Estado, gobernadores, generales, almirantes, legisladores, y tal vez ex presidentes.
3.- La coyuntura obliga a la Presidenta a tomar una decisión crucial al respecto. Si, atendiendo a la prudencia y a la racionalidad política, decide lanzar una estrategia para desmontar gradualmente la penetración del crimen organizado en las altas esferas de la política, estaría dejando intacto el escenario que los halcones de EEUU invocan como motivo suficiente para que un poder extranjero, el gringo, intervenga para llevar ante la justicia a los narcopolíticos mexicanos (sabemos que a EEUU no le interesa la justicia; esa eventual intervención obedecería a intereses mezquinos de la política interna norteamericana). Algo así, esa intervención sería de consecuencias monumentalmente devastadoras para México.
4.- Pero si Claudia toma la iniciativa, tratando de evitar la oprobiosa intervención estadounidense, también puede abrir la Caja de Pandora, pues la reacción de las personalidades políticas y los intereses asociados al poder criminal podría ser también demoledora y desestabilizadora al extremo. Paradójicamente, persiste la percepción de que buena parte de la clase política gobernante sigue regateándole apoyo a la Presidenta, sigue sin reconocer en ella la jefatura política más aconsejable dada la legitimidad constitucional de su investidura, incrementando así, deliberadamente o no, la presión a dos frentes sobre Claudia.
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En fin, la descriminalización de la política es, hoy, un imperativo de Estado; es una acción de sobrevivencia institucional. Los caminos lucen estrechos y llenos de peligros. No es exagerado decir que el futuro de México depende de las decisiones soberanas que se tomen en Palacio Nacional en torno a este problema impostergable. Lamentablemente, también depende de las decisiones de inaceptable injerencismo imperial que se tomen en la Casa Blanca.
Fuente: Julio Astillero
GPC




















