Narcoliteratura: el Género que Resiste la Violencia y los Embates Gubernamentales
9 Oct. 2025
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A medida que el crimen organizado se ha establecido en cada rincón de México, ha surgido un nuevo movimiento literario que busca preservar la verdad y la memoria de todo lo que ha sido perturbado por la brutalidad de una nación en llamas.
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México vive una violencia tan arraigada que ya no impacta, solo cansa.
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Ante este agotamiento, hay autores que no están dispuestos a callar y, a través del periodismo narrativo, construyen una literatura que no glorifica el horror, sino que lo nombra.
Redacción/CAMBIO 22
A medida que el crimen organizado se ha establecido en cada rincón de México, ha surgido un nuevo movimiento literario que busca preservar la verdad y la memoria de todo lo que ha sido perturbado por la brutalidad de una nación en llamas.
En Culiacán, una ciudad donde la realidad ha superado la ficción, cientos de adolescentes cantan sobre rifles cromados, vehículos blindados y lealtades de sangre. La escena no se desarrolla en una serie de Netflix, sino en un concierto de corridos tumbados, un género que fusiona la música regional mexicana con el trap y que estrellas como Peso Pluma y Natanael Cano han convertido en himnos generacionales.

La presidenta mexicana Claudia Sheinbaum lanzó hace meses un movimiento para prohibir estas canciones en eventos públicos, alegando que glorifican al crimen organizado. Pero si el problema es el mensaje, ¿qué ocurre cuando esa misma historia aparece en los libros? ¿Cuándo ya no se presenta como entretenimiento, sino como crónica, investigación o testimonio?
México vive una violencia tan arraigada que ya no impacta, solo cansa. Y ante este agotamiento, hay autores que no están dispuestos a callar y, a través del periodismo narrativo, construyen una literatura que no glorifica el horror, sino que lo nombra.

En los últimos años ha surgido un nuevo movimiento: textos que se mueven entre el reportaje, la memoria y la denuncia. No son novelas ni panfletos: son artefactos narrativos con una ética clara y una urgencia latente. Son voces como las de Anabel Hernández, cuya investigación en Emma y las otras señoras del narcotráfico revela los vínculos entre el espectáculo, el narcotráfico y las élites políticas; Fernanda Melchor, quien en Aquí no es Miami retrata las fisuras de Veracruz con furia lírica; o Diego Enrique Osorno, quien en En la montaña relata el levantamiento zapatista desde una perspectiva íntima y política.
Voces que están formando algo que ya no es solo una moda: es un canon posible. Uno que no se organiza por estilo ni estética, sino por un compromiso con una verdad difícil de confrontar. Escribir, en su caso, consiste en mantener la mirada donde otros se vuelven.
Este movimiento literario se centra en las consecuencias del narcotráfico, como las fosas clandestinas y la búsqueda de personas desaparecidas.

De Tik Tok a la Librería
Si el narcotráfico es la herida, la narcocultura es el lenguaje que la revela. Ya no se limita a los corridos o las series de televisión; también está presente en la ropa, los filtros de Instagram y, cada vez más, en los libros.
Pero esta no es la narrativa de los glamurosos capos de la droga ni de la violencia como ficción. Es la literatura de las secuelas: la que captura lo que el crimen deja a su paso. Periodistas siguen rastros en fosas clandestinas, madres excavan con sus propias manos, comunidades atrapadas entre el narcotráfico y el Estado. Son escritos elaborados con rigor, pero también con ritmo, con voz, con humanidad.

Anabel Hernández ha sido señalada, amenazada y celebrada por sus investigaciones sobre las élites criminales. Fernanda Melchor combina la furia del periodismo con la precisión del lenguaje literario. Y Diego Osorno logra entrevistar a “El Mayo” Zambada no para mitificarlo, sino para mostrar el vacío donde debería estar el Estado. Estos textos no son aislados; forman un corpus. Quizás un género, y sin duda una forma de memoria.
Durante años, hablar de “narcoliteratura” era casi un insulto: libros de ritmo rápido con portadas llamativas y tiroteos en cada capítulo. Pero lo que se publica hoy en día a través de crónicas exige una interpretación diferente. Ya no se trata solo de contar historias; se trata de comprenderlas.
Estas obras se traducen, se reseñan en el extranjero y se venden. Y sí, eso es incómodo. Hay quienes temen que el dolor se esté convirtiendo en una mercancía, que el sufrimiento se esté empaquetando para lectores extranjeros, que las lágrimas se estén negociando.
Es una duda legítima. Pero también puede ser una excusa. Porque a veces es más fácil criticar un libro que afrontar la realidad que lo originó.
Estos textos no explotan, sino que exponen. No son un espectáculo, son un registro. Y eso, en un país que olvida con facilidad, ya es un acto de resistencia.

Censura, Moralidad y Silencio
La propuesta de Sheinbaum de prohibir los narcocorridos no es nueva. Otros gobiernos ya lo han intentado, siempre con el mismo argumento: proteger a los jóvenes, limpiar el discurso público y restaurar el orden. Pero la historia nos enseña que la censura cultural nunca se detiene en las canciones. Empieza en la radio y termina en los libros.
Lo que comienza como una política moralizadora pronto se convierte en un criterio de exclusión.
¿Quién decide qué narrativas son válidas y cuáles no? Prohibir las letras no detiene la violencia, ni consuela a las madres ni desmantela las redes criminales. Es una medida que ataca el eco, pero no la explosión. Y si se silencian las canciones, ¿cuánto tiempo pasará antes de que intenten silenciar las obras escritas que explican por qué existen? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que una crónica sea acusada de incitar, una novela de corromper, un testimonio de exagerar?
¿Qué pasaría con Huesos en el Desierto? ¿Con Fuego Cruzado? ¿Con las crónicas que se escribieron mientras caían las balas? Confundir narración con glorificación es un error, un error peligroso. Porque si dejamos de contar, dejamos de comprender. Y si dejamos de comprender, el miedo lo invade todo.

El Recuento También es Resistencia
En un país donde la violencia ya es ruido de fondo, la literatura es uno de los últimos espacios donde aún caben los matices. Donde uno puede hacer una pausa. Donde alguien, con palabras, intenta dejar constancia. Silenciar un género entero por miedo a la incomodidad es también silenciar a quienes escriben desde el verdadero dolor.
Lo mejor de esta nueva narcoliteratura no habla de crimen. Habla de lo que el crimen deja atrás. De las madres que buscan, de los periodistas que siguen, de los pueblos donde el silencio se ha vuelto una costumbre.

Esto no es solo una publicación. Es memoria. Es un archivo. Es, a su manera, una forma de luchar por la verdad. Donde la versión oficial suele archivarse en lugar de verificarse, estos libros se convierten en una especie de contrahistoria. Narran lo que los comunicados de prensa omiten.
Leerlos también implica tomar posición. Porque el lector ya no puede fingir que no sabe. Y en tiempos en que la ignorancia se ofrece como refugio, esa conciencia es, en sí misma, un acto político.
Si un libro aún perturba, provoca, despierta empatía, entonces está cumpliendo su función. Quizás, en este país herido, esa incomodidad sea también una forma de esperanza.
Fuente: El Siglo de Torreón
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