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Alfredo Griz / CAMBIO 22

El silencio que grita en fosas y en las calles

México se ha convertido en un territorio marcado por ausencias. No es el ruido de las balas el que más resuena hoy, sino el eco interminable de los nombres que no contestan, de las sillas vacías en la mesa, de las madres que caminan con palas en la mano buscando huesos entre la tierra. El país entero se hunde en una geografía de desapariciones que ya no se pueden ocultar.

Las cifras oficiales hablan de más de ciento treinta mil desaparecidos. Pero las cifras son apenas un trazo frío de un horror mucho más profundo: detrás de cada número hay una madre que envejece buscando, un hijo que ya no llega a casa, una comunidad que se rompe. Y cada día que pasa, las listas crecen. Durante los primeros seis meses de 2025 se sumaron casi ocho mil nuevos casos. Es decir: más de cuarenta rostros desaparecen de la vida pública cada día, y se suman a ese inventario de ausencias que rebasa cualquier guerra declarada en el continente.

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La línea del tiempo de la tragedia

Los desaparecidos no son un fenómeno nuevo. En los años setenta, la llamada “guerra sucia” dejó sus primeras huellas con opositores, campesinos y estudiantes borrados por los aparatos de seguridad del Estado. Pero el infierno contemporáneo comenzó a arder a partir de 2006, cuando la llamada guerra contra el narcotráfico abrió una espiral de sangre y fuego.

Desde entonces, la lógica criminal se incrustó en la vida cotidiana. Los cárteles fragmentados se dedicaron a desaparecer rivales, jóvenes reclutados a la fuerza, migrantes usados como mercancía. Policías y militares —en algunos casos— se volvieron cómplices activos o pasivos. Y el país se llenó de fosas: cementerios clandestinos en lotes baldíos, basureros, pozos, canales, casas de exterminio donde la cal, el fuego o los ácidos borraron cuerpos enteros.

En estados como Jalisco, Tamaulipas, Sinaloa, Estado de México y Veracruz, la palabra “fosa” dejó de ser excepcional: es rutina. Brigadas de madres han encontrado hornos improvisados, terrenos sembrados con fragmentos óseos como si fueran restos de alguna guerra perdida.

El rostro humano del horror

En las calles, el dolor es carne viva. Las marchas de las madres buscadoras no son simples protestas: son procesiones de duelo colectivo. Llevan camisetas con rostros impresos, mantas con nombres, consignas pintadas a mano: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Caminan solas, a veces con acompañamiento de observadores, pero muchas veces con hostigamiento de autoridades locales.

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Ellas mismas cavan, con palas y picos, en terrenos donde se rumora que “tiraron cuerpos”. Y allí, donde otros ven tierra seca, ellas reconocen la señal mínima: un olor penetrante, un cambio en la textura del suelo, una cruz improvisada. Han aprendido a leer la muerte.

Cada hallazgo es una victoria amarga: encontrar un hueso es confirmar que alguien fue borrado de la vida, pero también es arrancarlo al silencio, darle nombre, devolverlo al abrazo de los suyos.

La postura oficial: un país que reconoce y al mismo tiempo niega

El Estado mexicano ha creado instituciones, comisiones de búsqueda, registros nacionales, protocolos forenses. Pero las cifras superan cualquier capacidad instalada. Hay miles de cuerpos en morgues sin identificar, cientos de fosas pendientes de exhumación, peritos insuficientes, laboratorios rebasados.

El discurso oficial dice que se trabaja, que se avanza, que hay voluntad. La realidad es que la impunidad es la regla: apenas unas cuantas centenas de sentencias frente a decenas de miles de casos. La mayoría de los expedientes permanecen archivados, empolvados, sin responsables detenidos. El sistema judicial es un aparato oxidado que no alcanza a procesar el volumen del horror.

A veces, incluso, las propias autoridades locales son señaladas como perpetradoras o encubridoras. Y eso rompe cualquier confianza: ¿cómo confiar en que quien debería buscar es el mismo que pudo desaparecer?

La ONU insta a México a abandonar “de inmediato” la militarización de la seguridad pública | EL PAÍS México

La mirada del mundo

La comunidad internacional observa con alarma. Organismos multilaterales hablan de una “crisis de derechos humanos sin precedentes en el continente”. Se han activado mecanismos especiales, enviados internacionales, presiones diplomáticas. Afuera, México es visto como un país con heridas abiertas, donde la desaparición se volvió cotidiana y sistémica.

Pero nada de eso cambia la vida en las colonias donde la gente prefiere callar, donde la consigna no es “denunciar” sino “sobrevivir”. Allí, la desaparición es una amenaza que pesa sobre cualquiera. La vida cotidiana se organiza en torno al miedo: no estar en el lugar equivocado, no salir tarde, no cruzar caminos de los poderosos.

La sociedad civil: la búsqueda desde abajo

El motor real no está en los despachos, sino en las calles y en los campos. Son las madres, los colectivos, los buscadores quienes sostienen la memoria y la esperanza. Sin ellos, la tragedia quedaría enterrada en silencio.

Han aprendido de genética, de criminología, de derecho. Han formado redes nacionales que intercambian información, mapas, bases de datos. Mientras el Estado anuncia programas, ellas hacen trabajo de hormiga: escarban, cruzan expedientes, presionan, exigen.

Su lucha ha convertido la ausencia en un acto político. Han forzado al país a mirar lo que muchos quieren ignorar: que vivimos en un territorio donde cualquiera puede desaparecer, donde la vida se diluye sin dejar rastro y donde la justicia casi nunca llega.

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El costo invisible

Las desapariciones no solo se miden en huesos. Se miden en niños que crecen sin padres, en mujeres que crían solas, en comunidades que viven con miedo, en generaciones enteras marcadas por la desconfianza hacia todo lo institucional.

El impacto económico también existe: familias enteras gastan en búsquedas, en traslados, en pruebas de ADN, en abogados. El Estado gasta millones en morgues y programas que no resuelven. Pero lo que más se pierde es intangible: la certeza de vivir en un país donde la vida tiene valor.

Un país convertido en fosa

México es hoy un territorio donde la tierra guarda más secretos que los archivos oficiales. Cada metro cuadrado puede esconder huesos. Cada familia conoce a alguien que falta. Cada comunidad tiene su lista de ausentes.

Las desapariciones no son un fenómeno marginal: son el corazón de la violencia mexicana. Son la prueba de que aquí la vida puede borrarse con la complicidad del silencio y de la impunidad.

Y mientras tanto, los desaparecidos siguen creciendo en número. Las madres siguen cavando. El Estado sigue prometiendo. Y el país entero sigue hundiéndose en el pozo oscuro de su propia incapacidad de respuesta.

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El silencio que queda

Hablar de desaparecidos en México es hablar del vacío. Un vacío que se siente en cada mesa, en cada aula, en cada barrio. Un vacío que no se llena con discursos ni con cifras, sino con la verdad y la justicia que aún no llegan.

Hasta que eso ocurra, México seguirá siendo un país donde el dolor camina a plena luz del día, con fotografías colgadas al pecho, con palas en la mano, con la esperanza obstinada de encontrar, al menos, un hueso que diga: aquí estuvo, aquí vivió, aquí lo amamos.

México no es un país de fantasmas, pero vive rodeado de ellos. Fantasmas sin rostro, sin tumba, sin paz. Los desaparecidos. En cada esquina hay un eco de ellos, un cartel con un nombre, una mirada congelada en una foto granulada, un “se busca” que ya no sorprende a nadie.

Detrás de cada número hay una voz que sigue gritando aunque tiemble. En esta tierra herida, son las familias quienes narran la tragedia con crudeza. Escuchar sus testimonios es asomarse a la herida abierta que atraviesa al país entero.

La ausencia hecha palabra

“Mi hijo salió de la casa un martes para ir a trabajar. Se subió a la combi y nunca volvió. Fui a la policía, me dijeron que esperara 72 horas. Después me dijeron que seguramente se fue con otra mujer. Llevo cinco años esperando y lo único que encuentro son huesos que no son de él.”

— María, madre buscadora en el Estado de México

Madres buscadoras en México exigen verdad, justicia y no repetición — Ojalá

“Mi hermano era migrante, iba camino al norte. Su última llamada fue desde Tamaulipas, nos dijo que estaba en un retén. Desde ahí, nada. Cuando preguntamos en la fiscalía, nos dijeron que no sabían, que quizá estaba en Estados Unidos. Nosotros sabemos que no. Sabemos que aquí se lo tragó la tierra.”

— José, campesino en Chiapas

“Busco a mi hija de diecisiete años. Un día salió a la tienda y no regresó. La policía me dijo que tal vez se escapó con el novio. Pero yo encontré sus tenis tirados en la calle. Desde entonces, cargo su foto en el pecho. Ella es mi motor. No voy a parar hasta encontrarla, aunque tenga que cavar con mis propias manos.”

— Elena, madre buscadora en Jalisco

El país convertido en fosa

En los campos, bajo el sol ardiente, se ven filas de mujeres con palas, cubetas y guantes de látex. No son arqueólogas, ni peritos: son madres. Han aprendido a identificar el olor de la muerte. Han hecho de la búsqueda su oficio forzado.

“Cuando escarbo y encuentro un hueso, lo abrazo. No sé de quién es, pero sé que alguien lo espera. Lo que el Estado no hace, nosotras lo hacemos. Y cada fragmento que encontramos es un grito contra el silencio.”

— Luz, integrante de una brigada en Sonora

El país de las 2 mil fosas - A dónde van los desaparecidos

Las fosas no son metáfora. Son agujeros reales en la tierra, abiertos con desesperación. Son cementerios clandestinos que multiplican la certeza de que México está sepultando a sus jóvenes a una velocidad imparable.

El Estado que promete y no cumple

El gobierno habla de registros, de comisiones, de bancos de ADN. Pero en la calle, los expedientes se empolvan y los desaparecidos se acumulan.

“Yo entregué muestras de sangre hace tres años para el banco de datos. Me dijeron que me llamarían. Nunca me llamaron. Fui a preguntar y me dijeron que estaban saturados. Mientras tanto, yo sigo buscando en lotes baldíos, porque si no lo hago yo, nadie lo hará.”

— Rosa, madre en Coahuila

En las morgues, cientos de cuerpos permanecen sin nombre. El Estado no tiene capacidad para identificarlos. El tiempo los descompone, los borra, los revuelve.

“Vi bolsas negras apiladas en un pasillo. Pregunté cuántos eran. Me dijeron que no sabían. Que estaban esperando recursos. Que quizá nunca los identifiquen. Yo lloré porque pensé: ¿y si uno de esos es mi hijo?”

— Claudia, buscadora en Veracruz

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La impunidad como norma

Las familias saben que el enemigo no solo son los criminales. También es la indiferencia y la complicidad de las autoridades.

“A mí me dijeron que si seguía preguntando, me iban a callar como a mi hijo. Los mismos policías que deberían ayudarme fueron los que me amenazaron. ¿Cómo voy a confiar en ellos?”

— Anónimo, padre en Tamaulipas

Las sentencias por desaparición son migajas frente al océano de casos. La justicia, cuando llega, lo hace tarde y a cuentagotas. Y mientras tanto, los responsables siguen operando, protegidos por un sistema roto.

El peso de la ausencia

El dolor no solo es individual, es colectivo. Escuelas donde faltan estudiantes. Fábricas donde ya no llega el obrero. Comunidades completas marcadas por el vacío.

“Mi nieto ya aprendió a decir la palabra ‘desaparecido’. Tiene seis años. Pregunta: ‘¿Dónde está mi papá?’ Y yo no sé qué contestarle”.

— Carmen, abuela buscadora en Michoacán

La vida cotidiana está atravesada por la ausencia. La esperanza se convierte en una forma de resistencia. El dolor, en bandera.

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La búsqueda infinita

México no entierra a sus muertos: los busca, los busca en desiertos, en montañas, en cañaverales, en alcantarillas, en basureros. Los busca con picos y palas, con rezos y gritos.

El país entero se ha convertido en una gran fosa y en una gran marcha silenciosa. Y aunque el Estado repita que trabaja, que avanza, que tiene programas, la verdad la gritan las madres con las manos llenas de tierra: aquí no hay justicia, aquí no hay paz, aquí solo hay un pueblo cavando para rescatar a los suyos.

“Yo no quiero morir sin encontrarlo. Si un día lo encuentro, aunque sea un hueso, aunque sea un pedacito, lo voy a abrazar y voy a poder descansar. Hasta entonces, seguiré cavando. Porque mi hijo me espera bajo la tierra, y yo lo voy a traer de vuelta.”

— Madre buscadora en Jalisco

 

 

 

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