• La de Joselín es una historia como las de Abril Selene o de Bianca Edith, otras adolescentes desaparecidas en Chiconautla, Ecatepec, con la diferencia de que los cuerpos de éstas han sido hallados en fosas comunes. Sus casos, una muestra apenas de lo que ocurre en el Estado de México y en el país, encarnan la violencia y el dolor que irrumpe en la cotidianidad de sus familias: un plato de sopa caliente no servido, un abrazo no sentido, un “te quiero” que jamás será recibido y un “nos vemos al rato” que no termina de llegar.

 

Redacción/CAMBIO 22

Como era su costumbre, Arturo Robles tomó su celular y marcó el número de su hija Joselín. Quería saber cómo iba en su trayecto de la preparatoria técnica en que estudiaba, en Ecatepec, a las oficinas del Metro del Distrito Federal, donde hacía su servicio social.

Llamar, monitorearse por teléfono, se había vuelto una costumbre en la familia, uno de esos pequeños gestos que muestran el amor filial.

—Vete con cuidado, que te vaya bien; cuando vengas de regreso me marcas —le dijo.
—Sí, yo te aviso, nos vemos al rato, papá.

El reloj rondaba las tres de la tarde y, sin que ninguno de los dos lo supiera, sus vidas se cruzaron en algún punto de la avenida Central; padre e hija rozaron sus caminos como dos líneas que en algún momento se acercan sin tocarse: él iba en auto hacia su casa, en Santa María Chiconautla, un pueblo en lo más hondo de Ecatepec, y ella en dirección contraria, hacia el centro del DF.

Las horas de ese martes 5 de febrero se consumieron y cuando el silencio de su hija mayor rebasó el filo de las siete de la noche, Arturo y Gabriela, su esposa, supieron que la rutina tenía una grieta. Le marcaron. Nada, su celular estaba apagado. Salieron a esperarla a la estación Las Torres del Mexibús. Nada.

La familia no se paralizó. Salió hacia las oficinas del Metro capitalino para preguntar por Joselín. Sí, estuvo ahí. Les permitieron revisar los videos de seguridad: ahí estaba —bajita, delgada, pelo castaño, con jeans y chamarra azul—; la vieron ingresar al metro Salto del Agua y, muchas estaciones después, la imagen no dejaba lugar a dudas: descendía en Ciudad Azteca, en donde abordaba el Mexibús.

Corrieron a las oficinas del Mexibús. Los empleados también les ayudaron con los videos: localizaron a Joselín entre la multitud, primero al subir a uno de los camiones en Ciudad Azteca y, luego, al salir de la estación Las Torres, alrededor de las 19:20 horas. La chica de chamarra azul se desvanece a partir de ahí.

En algún punto de la calle que conduce de la estación a su casa, desapareció: es un kilómetro poco iluminado y cercado por casas de adobe y concreto, una iglesia, tristes tiendas de abarrotes, algunos lotes baldíos dominados por nopaleras y perros callejeros y juegos infantiles oxidados, abandonados.

En alguno de esos sitios está la respuesta.

¿Por qué no tomó un bicitaxi como todas las noches?, se preguntaban los padres cuando se dirigieron a la agencia del Ministerio Público para reportar su desaparición.

Insistieron, una y otra vez, en marcar a su celular.

“SILENCIO. UN VACÍO EN EL ESTÓMAGO”.

Santa María Chiconautla es un pueblo cuya fama descansa principalmente en sus abundantes “deshuesaderos” de autos. Ahí se consiguen defensas, salpicaderas y calaveras de auto en una fila interminable de locales adornados con rines, puertas y refacciones sobre sus fachadas.

Para llegar a él, uno debe armarse de paciencia y cruzar todo Ecatepec, una extensa ruta que atraviesa desarrollos urbanos construidos en los setenta y ochenta —la avenida central lleva el nombre del antiguo gobernador priista Carlos Hank González— al lado de complejos habitacionales y comerciales más recientes, como Plaza Las Américas, que han dado al municipio un ligero, y engañoso, toque de modernidad. Ahí, hasta el fondo, casi en la frontera con el estado de Hidalgo, emerge Chiconautla, debatiéndose entre mantener su perfil rural o adherirse al torbellino urbano.

Un pueblo tranquilo, aburrido y casi invisible, como otros miles esparcidos por la geografía mexicana. Una imagen bucólica que resultó ser falsa.

Más de 30 días se habían tachado en el calendario desde que la joven de la chamarra azul se disolvió, cuando el tiempo se detuvo en el casillero del 13 de marzo.

A los habitantes de Chiconautla les llegó un rumor esparcido como un virus: en la colonia Las Brisas detuvieron al responsable de que las jóvenes-niñas del pueblo se perdieran en la oscuridad.

Los gritos y las llamadas telefónicas lo repetían: había sido sorprendido cuando acechaba a sus presas afuera de una primaria.

No se sabe con exactitud cómo sucedieron los hechos. Cada vecino cuenta su versión y los testimonios se contradicen entre sí, pero el barullo comenzó alrededor de las tres de la tarde, sobre la calle Independencia, a unas cuantas cuadras de la casa de Joselín.

“—¡ES EL QUE SE ROBA A LAS NIÑAS!

¡AGÁRRENLO! ¡HIJO DE LA CHINGADA!”

Nadie reconoció al joven.

No era vecino, así que se convirtió entonces en intruso, un enemigo natural. Fue atrapado por un enjambre de mujeres y hombres. Lo jalonearon, lo abofetearon.

A punta de golpes y patadas lo tiraron al suelo. En las fotos de ese día aparece ensangrentado, con el rostro reventado a fuerza de nudillos.

Lo llevaron a rastras al kiosco. Cuando todavía podía hablar, dijo llamarse Alexis Cisneros, de 25 años. Otro grupo de vecinos bloqueó los carriles del Mexibús para presionar al municipio y a la policía local. Pero el veredicto popular era definitivo: él era el responsable de que las jovencitas se extraviaran.

El rumor alcanzó la casa de Joselín. Al escucharlo, Gabriela, su madre, tomó uno de los volantes que había mandado imprimir y salió corriendo en busca de alguna pista de su hija, la de una ausencia que ya consumía cinco semanas.

Llegó a la plaza dónde mantenían a Alexis y se abrió paso a empujones entre la muchedumbre. Cuando lo logró, se encontró con Irma, la mamá de Arisbeth, otra joven que desapareció 20 días después de que se perdió el rastro de Joselín. Entre el caos y los gritos, trataron de interrogarlo.

—¿Conoces a Joselín? —dijo la madre y le mostró las fotos de su hija.
Tirado, cubierto con su propia sangre, con los ojos morados, Alexis alcanzó a balbucear.
—Sí…

Irma se acercó y también le puso enfrente la foto de su hija.
—¿Has visto a Arisbeth?
—Sí…

Las respuestas fueron un golpe.

Dolor y esperanza, una extraña, absurda combinación.

Lo siguieron interrogando, necesitaban saber más sobre el paradero de sus hijas. Él habló, proporcionó direcciones y apodos que debieron memorizar.

De pronto, el ruido inconfundible de decenas de pares de botas de la policía estatal los alcanzó. Iban a rescatar a Alexis. La gente comenzó a dispersarse. Algunos vecinos decidieron resistir, lanzar piedras y palos.

Antes de que los policías le salvaran la vida, una mujer mayor alcanzó a cuestionarlo: “¿Has visto a mi hijo?”, y le mostró la fotografía de un joven de unos 20 años.
—Jefa, a él ya lo matamos hace mucho, fueron órdenes…

“Seguro se fue con el novio”. Las palabras del agente del Ministerio Público fueron recibidas como puñetazo seco en la boca del estómago por los padres de Joselín.

Ya era la medianoche del 6 de febrero y su hija, contra toda costumbre, no se había reportado ni llegado a casa. La insinuación del funcionario les pareció una bajeza.

Conocían a su hija: tranquila, hogareña, estudiosa, y lo mismo pensaban de su novio Brandon. No había razones para desconfiar.

De mala gana, el agente registró la denuncia por la desaparición de la joven, a la que sumaron las imágenes obtenidas un día antes —su hija ascendiendo y descendiendo del Metro y del Mexibús— como pruebas de que había llegado a Chiconautla. Eran, hasta ese momento, las únicas pistas sólidas.

El nombre de Joselín ingresó a la base de datos de personas extraviadas del Estado de México, conocida como Odisea. Y gracias al apoyo del Metro, también fue registrada en el Centro de Atención a Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA) de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.

La familia se dedicó entonces a tapizar la estación del Mexibús, del Metro y los muros de Chiconautla con las hojas de búsqueda: 17 años, 1.50 metros de estatura, tez blanca, delgada, café castaño lacio, pecas en mejillas y nariz.

No hubo tienda, tortillería, comercio, poste u oficina pública donde no fueran pegadas las fotos de la joven. La noticia impactó al pueblo.

Pero los días se fueron acumulando sin noticias de ella.

Tres semanas después, un murmullo comenzó a inquietar a los vecinos:

“OTRA JOVEN, QUE VIVÍA A NO MÁS DE 500 METROS DE LA ESTACIÓN LAS TORRES DEL MEXIBÚS, HABÍA SIDO RAPTADA Y SUBIDA A UNA CAMIONETA”.

La noche del 25 de febrero transcurría con normalidad en las oficinas de la policía municipal cuando una llamada rompió el tedio: una vecina de la colonia Héroes Tecámac reportó a un niño abandonado.

Ya casi era la hora de la telenovela de la noche cuando una patrulla atendió el llamado. Encontraron a una mujer que consolaba a un menor de unos 10 años. Les contó que una camioneta Windstar, color verde oscuro, se detuvo brevemente y bajó al niño.

—Se llevaron a mi hermana —atinó a decir.

Su apariencia física coincidía con los rasgos de uno de los dos hermanos cuya desaparición fue reportada horas antes en Santa María Chiconautla: Arisbeth y Mario (nombre ficticio), quienes a eso de las seis de la tarde habían salido a comprar un refresco a la tienda, a escasos 50 metros de su casa.

Confundido, Mario contó brevemente lo que alcanzó a comprender: iban a la tienda y, al llegar a la esquina, una camioneta se les acercó. Un señor gordo les preguntó dónde estaba el Centro de Salud. Arisbeth daba las indicaciones sobre cómo llegar cuando el tipo sacó un arma. “Si no te subes, le disparo al niño”.

No hubo de otra: ambos subieron. Los pasearon durante largo rato; vueltas y vueltas por colonias vecinas hasta que cayó la noche y Mario fue bajado en una esquina.

Fue la última vez que alguien vio a Arisbeth, la chica de 15 años cuya presencia extrañan los dos perros y el gato amarillo que suelen tirarse al sol en el amplio patio de su casa, cruzado por tendederos y cuyos muros carcomidos exhiben viejas capas de pintura.

Víctor e Irma, los padres, acudieron esa misma noche al MP de Ecatepec a reportar el secuestro de su hija, no una desaparición.

A la mañana siguiente, hojas de búsqueda y mantas con los datos y la foto de Arisbeth cubrían muros y postes de Chiconautla. Las colocaron junto a las imágenes de Joselín.

Después del linchamiento, la vida en el pueblo no fue la misma. Los vecinos establecieron puntos de vigilancia. A cada esquina, un retén. A cada auto que no fuera de la zona, un interrogatorio. La sospecha cubrió a las camionetas que no fueran de conocidos.

En algunos muros y postes de la zona aparecieron mensajes:

“CUIDADO, VECINOS UNIDOS CONTRA LA DELINCUENCIA. RATERO, NI SIQUIERA SE TE OCURRA ROBAR EN ESTA CALLE”.

Hubo otros cambios en la cotidianidad de los pobladores, incluidos los padres de las jóvenes. Al de Joselín se le acercaron funcionarios de la Fiscalía Especializada en Trata de Personas para convocarlo a reunirse en Toluca con la fiscal Guillermina Cabrera.

Arturo Robles aceptó y así se enteró entonces de que las cosas eran más serias. No sólo acudieron él, su esposa y la familia de Arisbeth: había padres de otras jóvenes desaparecidas en las colonias de Chiconautla.

Al conocerlos, cobró sentido lo que antes había creado sólo confusión y dudas. Tras la desaparición de Joselín, su padre consiguió un listado de llamadas y mensajes hechos desde el celular de ella. Algo no cuadraba: había llamadas y mensajes enviados días después de que se desvaneció. “Eran números que yo desconocía: ese listado lo llevé a la reunión”, cuenta Arturo.

 

Los padres de las otras víctimas encontraron relación con los números telefónicos que habían dado de alta para recibir información de sus hijas. Los mensajes que habían recibido coincidían: “Me fui porque estoy embarazada, no me busquen”. Algo parecido había leído Arturo en un pequeño texto enviado desde el celular de Joselín, pero él lo ignoró: “Ella no se iría por algo así”.

Los mensajes ligaban a cuatro adolescentes desaparecidas en Chiconautla y Tecámac. La policía halló esta secuencia: del celular de Joselín salieron mensajes hacia los teléfonos de las familias de Jennifer Velázquez y Bianca Edith Barrón. Y del que llevaba Bianca Edith se enviaron mensajes al de la familia de Abril Selene Caldiño, otra chica desaparecida desde 2011.

“Nos dimos cuenta que del teléfono de Joselín habían mandado mensajes a celulares de las familias de chicas desaparecidas por Tecámac”. Había algo raro.

La conexión entre las desapariciones de tres de las jóvenes generó expectativas. Había una pista, una cadena para buscarlas.

De la vida de Bianca Edith Barrón Cedillo, vecina de Los Héroes, Tecámac —a unos 20 minutos de distancia de Chiconautla—, no se ha sabido más desde el 8 de mayo de 2012. Entonces tenía 14 años y esa tarde publicó en su cuenta de Facebook que se encontraría con su novio en la Macroplaza, un centro comercial de la zona.

Nunca llegó. Su madre llamó insistentemente a su celular. Apagado. Las horas se fueron encimando y la búsqueda iniciada por sus padres no condujo a nada, así que levantaron el acta por desaparición.

Pocos días después, les llegaron mensajes de texto similares a los que leyeron meses más tarde los familiares de Joselín: Bianca Edith había abortado, llevaría su vida sola y era mejor que la dejaran en paz. Los padres seguirían recibiendo ese tipo de advertencias dos meses más: hasta el 18 de julio.

La familia no creyó una sola letra y la buscó un día y otro durante más de 300 jornadas. El ruido comenzó a inquietar a las autoridades mexiquenses, quienes apenas en abril pasado lanzaron un programa de recompensas para localizar a 20 desaparecidas, entre ellas 10 menores de edad.

Se ofrecieron 300 mil pesos por información que condujera a su paradero. En la lista destacaban los nombres de Bianca Edith Barrón y Abril Selene Caldiño.

Ya no hubo necesidad de pagar los informes. La fiscal de Trata de Personas ordenó realizar una limpieza de las bases de datos de los servicios médicos forenses del estado. Encontraron que había errores en la clasificación de los cuerpos: las edades físicas no correspondían a las registradas. A jóvenes de 15-20 años, las registraron como de 35-40 años, o a la hora de clasificarlas les cambiaban los sexos.

Y ahí, entonces, emergió el cadáver de Bianca Edith. Fue hallada el 9 de mayo de 2012, un día después de que desapareció. La golpearon hasta matarla y la arrojaron a un lote baldío, a unos 20 minutos de su casa y cerca de la agencia del Ministerio Público donde se levantó el acta. Como nadie la reclamó, su cuerpo fue enviado a la fosa común.

Las investigaciones posteriores mostraron que del celular de Bianca Edith salieron mensajes de texto hacia el de Abril Selene, quien también fue mal registrada y su cuerpo sepultado en la fosa común.

Abril Selene había cumplido ya 15 años cuando desapareció en mayo de 2011. Su familia revolvió todo cuanto pudo durante dos años para encontrarla. El error en el registro forense los obligó a padecer una esperanza sin sustento: la hallaron sin vida en un lote baldío apenas cinco días después de que desapareciera.

Feminicidios. Trata de personas con fines de explotación sexual. Esos son los delitos que organizaciones civiles ven detrás de las desapariciones de jóvenes en Ecatepec, Chiconautla y alrededores.

Pilar Tavera, directora ejecutiva de la organización Propuesta Cívica, lleva un registro minucioso del fenómeno y asegura que el Estado de México reporta un número elevado de mujeres desaparecidas entre 2006 y junio de 2012.

“Estamos hablando de que 945 mujeres desaparecieron en ese periodo. El Estado de México ocupa el tercer lugar de las entidades con más mujeres desaparecidas, el segundo lo tiene Jalisco y el primero el DF”, dice en entrevista.

Sólo en la zona de Ecatepec, Tecámac y Texcoco se tienen documentados al menos 19 casos de jóvenes extraviadas en los últimos dos años, según datos del gobierno mexiquense.

“DE HECHO, LOS FEMINICIDIOS Y LAS DESAPARICIONES DE MUJERES HAN MARCADO DESDE HACE AÑOS A LOS GOBIERNOS DEL ESTADO DE MÉXICO”.

Organizaciones civiles como el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidios documentaron que durante el periodo 2005-2011 se contabilizaron mil y tres casos, de los cuales se estima que más de 500 continúan impunes.

Los asesinatos de mujeres no corren de manera aislada: al parejo se da la desaparición de ellas.

En 2011 se produjo un pico de violencia hacia las mujeres que llamó la atención nacional y llevó a que se propusiera declarar una “alerta de género” que habría llevado a considerar al Estado de México como un territorio en el que sólo por el hecho de ser mujer se corría el riesgo de ser víctimas de estos delitos.

El gobierno mexiquense, entonces a cargo del hoy presidente Enrique Peña Nieto, logró evitar que se declarara la alerta.

El Sistema Nacional para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres discutió la propuesta de declaratoria, pero no fue aprobado porque no reunió los votos suficientes.

Uno de los votos en contra correspondió a la hoy titular del Instituto Nacional de las Mujeres y entonces encargada del Consejo Estatal de la Mujer mexiquense: Lorena Cruz Sánchez.

¿Qué fue de Alexis Cisneros, el presunto responsable de las desapariciones de jóvenes en Chiconautla?

El 20 de marzo, el diario La Jornada publicó que después de recuperarse de las heridas por el intento de linchamiento, fue dado de alta del hospital de Las Américas y quedó libre. Nadie presentó una denuncia formal en su contra.

Los padres de Joselín cuentan una versión distinta sobre lo que ocurrió el día de la golpiza, una historia que ellos mismos ponen en duda, pero que conocieron de primera mano.

“Lo que sabemos es que este chavo estaba en la calle Independencia. Una señora lo acusó de querer robar a su nieto de cuatro años, pero no hay nada seguro. Empezó a seguir al chavo y él se metió a una tienda. La señora pidió ayuda a los de la tortillería y llamaron a una patrulla”, cuenta Arturo Robles.

Para salir del problema, Alexis caminó hacia la primaria en momentos en que salían los estudiantes a fin de perderse entre la gente. “Ahí comenzaron a gritar que quería robarse a niñas de la primaria”.

El resto es historia. El joven fue detenido y golpeado por los vecinos y llevado hasta el kiosco para ser linchado.

—La gente cuestionaba “¿Te robaste a Joselín?”, “¿Te robaste a Arisbeth?”.

“Eran preguntas inducidas y el respondía ‘sí, sí’, pero igual lo hacía porque lo estaban golpeando. No sabemos bien qué creer porque parece que sí tenía información”.

Gabriela Sánchez, madre de Joselín, intentó saber lo que ocurría:

—Cuando me enteré lo que estaba pasando, fui a ver qué podía saber de mi hija. Ahí encontré a la mamá de Arisbeth. El muchacho estaba en el piso, golpeado, y nos dijo que le pagaban 8 mil pesos por niña que se robara. Yo lo oí, me lo dijo directamente…

Durante el interrogatorio que le hicieron las madres, Alexis aseguró que robaba a las niñas para un hombre que las tenía trabajando de noche en bares de Texcoco y San Vicente Chicoloapan, en el Estado de México, y durante el día en talleres de costura.

—Dijo que un bar era el Buchanan’s, en Chicoloapan, y el de Texcoco se llamaba Juan de Dios, pero la policía ya investigó y no hay nada. Uno ya está cerrado y el otro no existe.

Un testimonio parecido proporcionó un rescatista de Protección Civil que participó en el rescate de Alexis. El funcionario pidió omitir su nombre.

“Mi compañero y yo fuimos quienes atendimos al chavo que estaban linchando. Como a las seis y media de la tarde pudimos rescatarlo de la gente que lo estaba golpeando. Decían que era uno de los que se estaba robando a las niñas”.

Una vez que lo rescataron, le colocaron suero y le curaron las heridas, ninguna de gravedad.

“CUANDO LO ESTÁBAMOS ATENDIENDO ÉL DIJO QUE, SUPUESTAMENTE, LE PAGABAN 10 MIL PESOS POR CADA NIÑA QUE ROBARA”.

Arturo Robles, padre de Joselín, no entiende qué pasó: “¿Por qué lo dejaron ir las autoridades? No lo sabemos. Esperamos que lo estén siguiendo. Eso esperamos”.

Han pasado cuatro meses desde que Joselín salió de la estación del Mexibús hacia su casa y nunca llegó. La familia Robles Sánchez ha intentado, sin demasiada fortuna, enfrentar su ausencia.

Apenas se entra a la casa, un conjunto de fotografías individuales de las tres hijas del matrimonio da la bienvenida. La de Joselín primero porque es la hermana mayor. Es la foto de su presentación: tiene tres años, lleva un vestido rosa y una diadema de flores. A los pies del retrato, un librero acondicionado con más fotos de la joven, rodeadas de flores, una veladora y figuras: la de un niño Jesús, un San Judas Tadeo, un Jesús y una virgen.

“Estamos acostumbrados a hacer actividades en familia. Cuando hemos intentado hacer algo, no podemos —confiesa su papá—. Quisimos ir al cine, pero no se pudo. Alguien falta”.

La ausencia se siente en la casa. La silla vacía donde se sentaba Joselín. El plato de sopa caliente que no se sirvió. El asiento del auto no ocupado. La cama que desde hace semanas no se destiende.

Cualquier cosa trae de regreso su recuerdo. “Tratamos de distraernos, para estar más tranquilos. Sus hermanas son chicas, tienen 13 y 12 años, y las ocupamos con la escuela, pues aún no comprenden bien lo que sucede”.

El vacío se ha hecho más hondo. La culpa, los reproches, los “hubiera” han llegado. Y el remordimiento cuando se han descubierto a sí mismos hablando de ella en pasado: “ella fue”, “ella quería”, “ella era”.

Días antes de desaparecer, la joven se preparaba para presentar el examen de ingreso a la UNAM. Su ambición era cursar una nueva carrera: la de Ciencia Forense. De esa disciplina depende hoy conocer su destino.

Su padre habla con orgullo:

“ES UNA CHICA ENTREGADA A LA ESCUELA, MUY INTELIGENTE. ES UNA DE LAS QUE SACA MEJORES CALIFICACIONES”.

Estudiosa, pues, y con dos pasiones: la música pop, en particular Madonna —no se perdió el concierto en el
DF—. Y el futbol, adora el futbol.

“Ella, su mamá y otra de mis hijas le van al América. La otra y yo somos de los Pumas. El domingo vimos la final. Cómo le hubiera gustado el resultado. Hubiera estado muy contenta”, cuenta el padre.

El tiempo se detuvo en la recámara de Joselín. La cama está tendida, sin una arruga, cubierta con una colcha rosa y su colección de peluches.

Un cuadro con los tradicionales retratos de bebé haciendo gestos adorna uno de los muros. Junto a él, su foto de XV años, de la que cuelgan dos hojas con apuntes de la escuela.

En el suelo, al pie de la cama, una Biblia abierta, un florero con un ramo de flores frescas y una veladora prendida.

Al fondo de la habitación, uno junto a otro, 17 vasos altos de veladoras consumidas forman fila. El plástico quemado, la cera derretida encima.

Sobre un pequeño librero, la familia le ha levantado un altar. “¡Te amo, chaparra!”, grita un letrero en colores rosa y morado. Debajo, un cuadro de la Virgen de Guadalupe, una muñeca y una foto de Joselín con su novio.

Los dos sonríen. “Le encanta reír”, subraya su madre.

La pregunta se atora en la garganta y no hay manera de hacerla tal cual a unos padres que no pueden dejar de creer que su hija Joselín está viva.

—Todavía no han encontrado el cuerpo en ningún Semefo —responde el padre—. Nos dicen que están buscando, que hay avances, no nos dicen en qué, pero debemos creer.

Arturo está obligado a creerle a su hija, a escuchar día y noche la frase que Joselín sembró en su oído la tarde del 5 de febrero. A eso está obligado. “Nos vemos al rato, papá”.

 

Fuente: fabricadeperiodismo

redaccionqroo@diariocambio22.mx

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