Jorge González Durán/ CAMBIO22

Por las tardes brincaba la albarrada que dividía mi casa de la suya para ir a verla tortear con la maestría y la sabia paciencia aprendida de sus ancestros. Ponía un puño de masa de maíz en sus manos y era un prodigio ver el fruto de una redondez impecable que se tiraba con displicencia al comal asentado en tres piedras en medio de las cuales la leña producía un fuego manso, sin llamas y sin humo. Magdalena tenía, calculo, 16 años, y yo quince. Yo a veces la ayudaba a sacar agua del pozo en una cubeta de aluminio. Ella iba a su casa por una jícara, la llenaba de agua, tomaba la mitad y me daba la otra parte a mi.

–Si tomamos de la misma jícara vamos a ser amigos para siempre –me dijo.

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En la cocina me sentaba cerca de ella para observar lo que me parecía una faena de diosas, ese hacer tortillas de masa de maíz que han alimentado por centurias a los habitantes de este pueblo. Y yo allí, cerca de ella, viéndola tan concentrada mirando el comal y, sobre todo, verla avivar de vez en cuando el fogón con la orilla de su hipil bordado en las orillas por su mamá.

Me miraba y alzaba más el vestido para generar un aire que refrescaba toda la tarde.

-¿Quieres una tortilla con hollejo? – me preguntaba, y yo con cierta timidez le respondía que si. Me la daba en una servilleta de tela para que no me quemara las manos.

–Úntale un poco de manteca y una pizca de sal –me recomendaba.

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Cuando yo veía que estaba sola en la cocina, que estaba en medio del patio, cruzaba la albarrada de un solo brinco. Pocas palabras intercambiábamos.

– ¿vas a ir a la Normal a estudiar?

–Si. Pero voy a venir en cada vacación a verte –le dije. -Escríbeme cartas. Nunca he recibido una –me dijo.

Le escribí quizá, según recuerdo, veinte cartas, una cada semana, pero no tuve respuesta de ninguna. Y aunque la ansiedad se asomaba en algunas noches de insomnio, pensaba que ella mantenía un dialogo silencioso con mis letras. Para las vacaciones de fin de año viajé al pueblo con la emoción de verla y saber porque el silencio suyo. No la vi en la cocina, el lugar de nuestros encuentros furtivos, pero de todos modos brinqué la albarrada y me dirigí allí con ligero nerviosismo. . No estaba ella sino su mamá.

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-Vienes a verla pero no la verás nunca más. Al poco tiempo que te fuiste falleció de paludismo. Mientras ella temblaba hasta el delirio apretaba las únicos dos cartas tuyas que alcanzó a leer.

Su mamá me dio las cartas que llegaron a su casa después que ella falleciera; se las lleve al cementerio y las enterramos en una cajita de madera junto a su tumba.

Han pasado cinco años de esa tarde nublada en la que la tristeza me impidió llorar; pero ayer tuve un sobresalto, la vi en la duermevela y escuché que me decía sentada en el brocal del pozo: “vamos a tomar agua de la misma jícara y seremos amigos para siempre”. Yo la miraba desde la almena de mi desvelo y ella jugaba con el aire en su vestido y el desliz del instante en sus manos. Hoy la recuerdo así. Como si fuera ayer. Como si el tiempo desgraciado no existiera.

 

 

 

 

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