• La carretera que une esta localidad con la laguna de Bacalar demuestra que hay aún mucho mundo maya por descubrir.

 

Redacción/CAMBIO 22

La carretera federal 307 pierde anchura, tráfico y vallas publicitarias cuando deja atrás el cruce con la Avenida 5 Norte de Tulum. Parece mentira que un asentamiento con tanta historia tenga tan poca imaginación para bautizar sus calles y para trazar su urbanismo. Como en Manhattan, no hay lugar para la desorientación.

Pero aquí no hay rascacielos, solo calles atestadas de anzuelos para turistas gringos que confirman que Tulum está de moda y que su codiciada playa (tanto por su belleza como por el precio de sus hoteles) dista lo suficiente del centro de la ciudad. En mi paso por aquí, solo encontré cierta autenticidad en los tacos de cochinita pibil de taquería Honorio y en los alambres de pastor de su vecina, Tropi Tacos. Sin embargo, la aventura estaba a punto de comenzar.

Nuestro norte en este viaje estaba en el sur, allá donde México se une con Belice, donde el río Hondo deja de trazar una frontera para unirse con el Caribe en la bahía de Chetumal. Una amiga mía, medio gallega medio chilanga, nos había metido en la cabeza la bahía de Bacalar, un destino en auge para la creciente clase media de Ciudad de México. De algún modo, intuía que en persona me iba a impresionar mucho más que en las fotos y, en el peor de los casos, solo nos suponía hacer poco más de 200 kilómetros por un Yucatán diferente.

Guiados por el consejo de otra amiga, paramos primero en un dúo de cenotes, Cristal y Escondido; dos pozas a cielo abierto donde solo se oía español (con acento de allá) que nos sirvió para restarle misticismo a estos grandes agujeros y disfrutarlos como lo que son hoy en día para muchos locales: una piscina natural donde pasar el día. Este fue el último contacto con algo que podía llevar el apellido turístico, aunque en una mínima acepción.

Pese a la fama y a la cercanía de la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an, apenas había turistas en la pequeña población de Muyil. Un guía local me confesó que los tours y los turistas habían emigrado hacia la zona costera empujados por el magnetismo costero de Tulum, olvidándose de la laguna de Muyil y, sobre todo, del yacimiento arqueológico. Tras varios días rodeados de colas y de ruido en Chichen Itzá, Tulum y Cobá, poder pasear por la selva amaestrada que rodea el yacimiento arqueológico de Muyil sirvió para conectar de otro modo con el paisaje cultural.

Y, aunque uno necesita más de 100 noches para dejar de ser un turista cuando pisa territorio desconocido, el no ser tratados como tales nos permitió mirar los templos con otros ojos. Al despojarlos de su monumentalidad viral (y en ocasiones ficticia), se revelaron como lo que son: la herencia de una cultura, la maya, que durante siglos prosperó (y lo sigue haciendo) en un territorio hostil y logró una transcendencia y una conexión con el entorno admirable. Admirar los altares entre los árboles o andar por las pasarelas de madera que conducen hasta la laguna de Muyil nos permitió sentirnos, por fin, en la selva. En un territorio hostil pero hermosísimo no se necesita nada contexto para conectar con todo lo que allí sucede… o parece suceder.

Como decía, la 307 poco a poco perdía carriles hasta convertirse en una larguísima recta flanqueada por la tupida vegetación. Las señales de advertencia de la presencia de jaguares y las pequeñas y remotas ventas se alternaban nuestra atención. Solo al llegar a la ciudad de Felipe Carrillo la civilización se presentó de nuevo en forma de un control policial en el que un agente se interesó por los papeles de nuestro coche y nos dejó marchar sin mayor incidente.

A ratos, la conversación se llenaba de signos de interrogación sobre qué habría entre los tupidos árboles, sobre cómo es posible sobrevivir y prosperar en un lugar tan remoto o  sobre si en algún momento los arqueólogos encontrarán algún yacimiento de la magnitud de Chichén Itzá. El desconcierto creció cuando nos equivocamos buscando las ruinas de Chacchoben y llegamos a un pueblo homónimo en el que un simpático hombre nos indicó el camino exacto.

Al llegar al yacimiento, un tapir nos vigiló un rato largo mientras nos deslumbraban sus gigantescas pirámides escalonadas. El murmullo de la selva era más que suficiente para hacernos sospechar que tendremos que esperar décadas para valorar por completo este hallazgo. Mientras tanto, solo nos quedaba disfrutarlo en intimidad.

Aquellos 210 kilómetros fueron un paréntesis turístico. Al llegar a Bacalar nos encontramos con un Pueblo Mágico que empieza a embellecerse por encima de sus vecinos, lo que nos hizo intuir que dentro de unos lustros se convertirá en el nuevo Tulum. Eso sí, la belleza de su laguna y el infinito de sus azules nos devolvió al presente con una eficacia hipnótica.

De este rincón semisecreto no hablaré más. Para ello os emplazo a leer el fantástico reportaje sobre Yucatán que firma el escritor Use Lahoz en el número de octubre de que ya está a la venta. Allí se desvelan otros paréntesis como el Lago Iseo, el valle del Roncal o Dean Village. Lugares que demuestran que sigue habiendo otros secretos al sur (o al norte) del mundo souvenirizado.

 

 

 

Fuente: National Geographic

redaccion@diariocambio22.mx

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