Redacción/CAMBIO 22

Esclavitud quiere decir propiedad sobre el cuerpo de un ser humano, mismo que puede transferirse a alguien más, dándole la posesión y el derecho de aprovechar lo que produzca ese cuerpo, matarlo de hambre, castigarlo a voluntad o asesinarlo impunemente.

Cuando pienso en esto, de inmediato la mente me lleva a los barcos cargados de esclavos africanos, que cruzaban el mar en manos de sus captores para ser vendidos en las colonias. Me lleva a los imperios de la historia que construyeron sus grandes ciudades, y sostuvieron sus territorios con una institución jurídica, que avalaba que un ser humano podía ser propiedad de otro

Incluso puedo cavilar en la mano de obra mal pagada de las distintas industrias, que proveen bienes a nivel global en este siglo. O la explotación sexual que incluye a los niños. Pero pocas veces me remonta a la historia del sur de México, a ese espacio llamado Yucatán donde el calvario de miles, hoy sigue clamando al cielo.

Fue en preparatoria cuando Miss Valero, una maestra extraordinaria de historia nos introdujo en ese México profundo, que toca el dolor más allá de su bandera.

Viajamos por la riqueza de sus culturas, de su imperio hasta llegar al siglo diecinueve.

Porfirio Diaz durante sus más de 30 años de gobierno dejó la capital brillando, “Mira sus obras: los acueductos monumentales, iglesias, caminos y la lujosa Ciudad de los Palacios”. Esto dijo el viajero inglés Charles La Trobe (1801-1875), en The Rambler in Mexico (“El excursionista en México”), el libro que escribió tras descubrir nuestro país en el siglo XIX, y no Alexander von Humboldt como se ha popularizado.

En cada ladrillo de sus miles edificios y monumentos, hay una narrativa construida en el tormento de su población indígena.

Cuando Valero nos enseñó sobre la industria henequenera, cobró para mí un fuerte interés en nuestro recorrido. Y me dio a leer material que no olvido, que me llevó a preguntar y a preguntar más.

Cabe mencionar que en las páginas oficiales solo se menciona la producción de henequén y se habla de “mano de obra campesina”; se deja de lado cuál era ésta, entre mediados del siglo XIX y el XX y la aberración de su naturaleza.

Durante la colonia algunos españoles fueron premiados por la corona por sus méritos, con pequeñas extensiones de tierras, que utilizaron para criar ganado y las llamaban estancias. En ellas se cultivaba maíz, criaban caballos, mulas de carga y reses, cuyos cueros y carne salada se vendían para alimentar a los marinos de los barcos que cruzaban el Atlántico.

A principios del siglo XIX comenzó la producción de henequén, de tabaco, la caña de azúcar, madera palo de tinte y algodón. Y cobró ésta primera, un auge debido a la gran demanda de cordel, derivada de la invención de la cosechadora de trigo de Mccormick, que llevó al invento de la raspadora mecánica para desfibrar en 1852, por Jose Esteban Solis, que en 21 horas, lograba desfibrar más de seis mil pencas.

Visité una hacienda ahora en diciembre, pequeña para el tamaño de algunas otras de la zona, pero con una historia que roza el tiempo. En ella todavía se ve el derrame económico que produjo en esa época y se sigue respirando, dejando un halo de lo que fue y en lugares como Izamal, con sus paredes amarillas y un templo franciscano que quita el aliento; hay una reminiscencia imposible de pasar por alto.

En Sacnicte nombre del lugar donde pasé dos noches, el cálido viento recibe al visitante con su hermosa remodelación, pero al fondo están los restos del trapiche donde se exprimían las hojas para sacar tequila y mezcal, y en el significado de su nombre, el recuerdo de la princesa de Mayapán, que en español significa flor blanca.

En las paredes de las haciendas henequeneras, todavía está la impronta de la forma de trabajo cruel que se imponía, una forma de hacer ricos a muchos, a costa del tantísimo dolor de otros. Infligido principalmente en la población indígena, y en algunos coreanos que también llegaron a estas tierras en lamentables condiciones, para ser explotados como mano de obra barata.

En los patios, de las haciendas donde se agrupaban, quedan en fotografías, el recuerdo de los rostros macilentos y febriles de la mano de obra, de la que hablan algunas fuentes. Habían acasillados que residían en la hacienda y los peones que provenían de los poblados vecinos. Frijoles, tortillas y pescado rancio una vez al día, de doce a catorce horas de trabajo, bajo el sol abrasador y un poco de masa fermentada para calmar el hambre.

El trabajo consistía en cortar millares de grandes hojas verdes llenas de espinas; apilarlas, llevarlas a la máquina para sacar la fibra que producía cuerdas, sogas, sacos, hilos y para la elaboración de artesanías como alfombras, tapices, tapetes y hamacas. Oro verde, es el nombre que recibió el henequén en Yucatán, a causa de la gran derrama económica que generó durante su auge industrial. Hasta que aparecieron las materias primas sintéticas, y quedó relegada a sobrevivir apenas hasta esta época.

Cada planta producía treinta y seis pencas nuevas al año; doce de éstas, las más grandes, se cortaban cada cuatro meses; y tenían que quedar exactamente treinta después del corte. Si el esclavo dejaba treinta y una o veintinueve, se le azotaba; si no llegaba a cortar dos mil, si no recortaba bien la orilla de las hojas; si llegaba tarde a la revista, igual se le azotaba.

México Bárbaro fue el título de varios artículos publicados en la popular revista estadounidense llamada The American Magazine, escritos por John Keneth Turner, un periodista americano que visitó México en esa época, haciéndose pasar por un inversionista: “¿Siberia? A mi parecer, Siberia es un asilo de huérfanos comparado con Yucatán”. Escribió en uno de los artículos.

No puedo dejar de mencionar que la mirada de quien escribió entonces, está matizada por su época, sesgada por la visión que se tenía de México. En muchos de estos artículos toca la esclavitud norteamericana, comparándola y atenuando su existencia. Hablar desde una cultura distinta a la de uno, sin duda deja entrever sus matices.

En 1829, la esclavitud se abolió en México. Pero los hacendados yucatecos no llamaban esclavitud a su sistema; lo llaman servicio forzoso por deudas. Argumentaban no considerarse dueños de sus obreros; simplemente estaban en deuda con ellos. Según decían, tampoco los compraban o los vendían, sino que transferían la deuda. Esta era generada en las tiendas de raya donde el “trabajador” compraba sus víveres y el jornal de 25 a 50 centavos no alcanzaba para nada. Así se iban endeudando, haciendo impagables las cuentas, con un trabajo de sol a sol para cubrirlas.

Si uno quería comprar una hacienda para hacer negocio, se calculaba en el precio, el pago en efectivo por aquellos que la trabajaban, incluyendo mujeres y niños; el monto era exactamente lo mismo que por la tierra, la maquinaria y el ganado. El precio corriente de cada hombre era de $400 pesos en épocas de crisis, pero podían costar hasta $1000. Pero si uno podía echar mano de un yaqui, que provenía de un pueblo del norte del país, por ellos se pagaba mucho menos, al igual que por los coreanos. La deuda realmente no tenía mayor peso, pues ésta en términos reales era impagable.

Entre los esclavos de Yucatán había diez mayas por cada yaqui. Un pueblo del norte del país, que en época de la Colonia al no poder subyugarlos, encontraron que, si cedían algunas de sus tierras, les serían concedidos títulos, que les procuraban libertad y el usufructo de las tierras, que curiosamente siempre habían sido suyas y así fue por más de doscientos años.

Pero en la época de Díaz Morí, comienza el exterminio, empezando con la guerra. Una parte de ellos se negó a aceptar el destino que el gobierno les impuso, pasando por encima los títulos legítimos sobre la tenencia de la tierra, cuando eran una nación de cien mil a doscientas mil personas. “El 17 de mayo de 1892, el general Otero, del ejército mexicano, ordenó aprehender a los yaquis, hombres, mujeres y niños que había en la ciudad de Navojoa y colgó a tantos que agotaron las cuerdas disponibles, siendo necesario usar cada una de ellas cinco o seis veces”.

A todo soldado que matase a un yaqui, le eran otorgados cien dólares. Teniendo que presentar las orejas de su víctima como prueba. Los que no fueron asesinados, fueron arrancados de sus tierras, deportados y llevados a la esclavitud, vendidos por el mismo gobierno a los hacendados.

Los mayas al menos morían en su propia tierra, entre su propio pueblo, pero los yaquis morían más rápido. Solos, en tierra desconocida, lejos de sus familias, tenían el cuidado de desintegrarlas en el camino: los maridos separados de las mujeres y, los niños arrancados de los pechos de sus madres.

La tierra, quebrada y rocosa, dañaba los pies; las pencas de henequén que son espinosas arañaban la piel, y el sol candente hacía del clima una dureza sofocante. Los hombres, vestidos de andrajos y descalzos, trabajaban sin descanso, algunos a destajo, y su pago acompañaba el librarse del látigo. Se veían por doquier mujeres y niños, apenas de ocho o diez años cumpliendo tareas de adulto, pero a ellos no se les pagaba. Tenían que cumplir con la cuota, si querían vivir junto a los suyos.

México es un país excepcional con la quinta diversidad más grande del mundo, no solamente de flora y fauna, sino también en sus milenarias razas. Su historia es de una riqueza extraordinaria con todo lo que ello conlleva.

La Revolución Mexicana hizo cambios en la forma de gobierno, la modernidad se hizo cargo de cambiar las pautas para las exportaciones, y la competencia de la globalización hizo lo propio.

Hoy en este vasto territorio siguen los mayas amalgamándose con la modernidad, son un pueblo único que no se parece a ningún otro pueblo del mundo. Pequeños, levantan del suelo un uno cincuenta como media. Facciones finas y cuerpos con gracia y elegancia. La piel aceitunada, frente alta, rostro ligeramente aquilino y sonrisa cálida. Las mujeres todavía usan blancos vestidos, amplios y sin cintura, bordados en el borde inferior de la falda y alrededor del escote con colores brillantes: verde, azul, amarillo, rosado.

Hoy una gran mayoría se dedica al turismo, los menos al campo, otros han emigrado a Estados Unidos. En sus rostros veo el dolor de su pueblo, y la admiración que me genera su maravillosa cultura. Poder pisar está tierra, empaparme de parte de su historia genera para mí la posibilidad de poner en unas cuantas cuartillas, un trocito de lo que me produjo esta pequeña hacienda a unos kilómetros de Izamal.

El reconocimiento a Miss Valero, que dejó en mí una impronta que sigue pulsando en asombro cada vez que recorro este hermoso país, que hoy vive a la sombra de los acontecimientos de las balas y los muertos.

 

Fuente López Dóriga Digital
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RHM

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