• Don Genaro, le vendo la piel de un tigre.

 

 

Jorge González Durán/CAMBIO 22

Esteban, un campesino de origen maya de escasos 25 años, permanecía de pie en tímida actitud frente a su antiguo patrón. Sus alpargatas aun tenían residuos del lodo que se había acumulado en las calles del pueblo después de dos días de lluvia. Genaro, el dueño del restaurante típico de esa pequeña ciudad o pueblo grande, (sus autoridades y el cronista no se ponían de acuerdo en la definición) lo observó de soslayo y le preguntó: -¿Dónde está la piel?

– Todavía no he cazado al tigre señor, pero ya localicé su guarida.

Genaro pensó para sus adentros: éste tipo quiere unos pesos para continuar emborrachándose.

-¿En cuanto vendes la piel?

– en 3,000 pesos, señor.

– Bien, te voy a dar 500 y el resto te lo doy cuando me entregues la piel. Sino puedes cazar al tigre me traes carne de venado o tepezcuintle.

Esteban era un campesino dedicado al cultivo de maíz y a la cacería. De vez en cuando bajaba al pueblo a vender piezas de venado, de jabalí o de tepezcuintle. A veces un pavo de monte o unos armadillos; vivía en una caserío cerca de Tulúm, con su esposa y sus dos hijos, que todavía andaban a gatas.

Tomó los 500 pesos y se fue, no a la cantina, sino a una tienda donde compró víveres y una botella de aguardiente de caña. Abordó el autobús de media noche y al cabo de una hora ya estaba en su casa de techo de palma y paredes de bajareque. En la única pieza que también servía de cocina, su mujer dormía con sus dos pequeños hijos encima. Al entrar movió la hamaca y Domitila, que así se llamaba su esposa, despertó sobresaltada.

-¿Conseguiste el dinero?

– Sí también compré azúcar, café y sal. Me darán 2,500 pesos más si entrego la piel del tigre. – ¿Cuándo lo vas a ir a cazar?. Hoy, dentro de un momento, no hay porque esperar más tiempo.

– Pero estas cansado, casi no has dormido, mejor espera mañana.

-No puedo, necesitamos dinero para llevar a los niños al doctor. Ya he vigilado sus movimientos y en la madrugada es cuando regresa a cuidar a sus cachorros. Puede ser que me traiga a dos de ellos aquí para venderlos también. Se tomó dos tragos, se metió la botella en la bolsa de henequén que le colgaba del hombro y se encaminó al monte.

Al llegar cerca de la guarida del tigre, se sentó en una piedra, preparó su vieja escopeta y metió en la bolsa su lámpara de mano. La luna llena derramaba claridad por todos los senderos. La copa de los árboles se movía levemente y en la espesura se escuchaban ruidos de reptiles y roedores.

Esteban sacó la botella y se tomó dos tragos más. Sus ojos estaban clavados en un montículo encima del cual se hallaban las ruinas de un antiguo adoratorio maya. Allí era la madriguera del tigre. Esteban se acercó un poco más, escogió una piedra lisa y se sentó a esperar.

Mientras espiaba, su mente recordaba hechos de su infancia en Chunyaxché, una aldea en las inmediaciones de una laguna y de vestigios arqueológicos. De la civilización maya. Empezó a sentir un hormigueo en el cuerpo y se quedó dormido.

Al día siguiente, Esteban no llegó a su casa, su mujer no se preocupó porque a veces se quedaba en su milpa a dormir o se iba directamente al pueblo a vender el producto de su cacería, pero llegó la noche y tampoco se tuvieron noticias de él; al otro día su mujer le avisó a su compadre Donato y él organizó una brigada de campesinos para tratar de localizar a Esteban.

Por la tarde lo encontraron totalmente irreconocible, fragmentos de su cuerpo estaban esparcidos por los alrededores del montículo. La mitad del cráneo, las costillas, el fémur.

Al amanecer la laguna de Chunyaxché tuvo el resplandor de siempre.

 

 

redaccionqroo@cambio22.mx

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