La “Mafia Albanesa” Convirtió los Salones de Juego en Banca Particular del Cártel de Sinaloa
17 Nov. 2025
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El Cartel de Sinaloa el gran ganador de este entramado politico-criminal
Alfredo Griz/CAMBIO 22
En la penumbra donde el dinero rápido se vuelve impune, hubo un tejido casi industrial de operaciones: mesas donde nadie jugaba, fichas que no representaban apuestas y oficinas contables que maquinaron millonarias salidas al extranjero. Esa maquinaria tuvo nombres, apellidos, direcciones y papeles administrativos que permitieron su funcionamiento durante años. Fue, sobre todo, una operación en dos orillas: por un lado, la organización cabecilla (la familia que Estados Unidos identifica como Hysa); por otro, empresarios y operadores mexicanos, y en el fondo, la gran demanda de caja del Cártel de Sinaloa.
Los nombres que Estados Unidos puso en la lista
A finales de 2025, las autoridades financieras de Estados Unidos rompieron el velo: en una acción administrativa se señalaron miembros concretos de la familia Hysa —Luftar y otros parientes directos— y se identificó a un colaborador mexicano que servía de puente con las empresas locales. Junto con esos individuos, quedaban marcadas empresas y establecimientos de juego que, según la notificación, funcionaban como nodos de lavado.

La decisión estadounidense no fue un rumor: fue una decisión administrativa que bloqueó activos y propuso medidas que, de aplicarse, aislarían a los locales señalados del sistema financiero internacional. Fue un mensaje claro: la explotación de los casinos como máscara para transferencias millonarias había alcanzado un umbral que exigía intervención.
El mecanismo: apuestas simuladas, “smurfing” y transferencias a la vista
Detrás de la prosa técnica hay procedimientos simples y crueles:
1. Apuestas simuladas. En el papel, los salones registraban grandes volúmenes de juego; en la práctica, muchas jugadas eran ficticias —registros administrativos que justificaban la entrada de efectivo como “ganancias”. Las máquinas, las actas, los reportes contables servían para transformar efectivo de origen ilícito en aparentes ingresos lícitos.
2. Identidades de terceros. Para evitar trazar los depósitos, se recurrió a identidades prestadas: empleados, testas de cartel, jubilados o personas con poca trayectoria financiera que abrían cuentas y hacían movimientos que luego se consolidaban.
3. Estructuración. El clásico smurfing: dividir grandes sumas en depósitos menores y dispersos para evitar alertas automáticas, y después consolidar esos fondos para enviarlos al exterior.
4. Transferencias internacionales. Desde México se realizaron envíos a cuentas y empresas en varios países —canales por donde el dinero cambió de jurisdicción para hacerse más difícil de seguir— hasta quedar finalmente en estructuras corporativas o cuentas que lo absorben.
5. “Protección” y pagos periódicos. No era solo lavado: parte de los flujos terminaban en pagos regulares a estructuras delictivas como forma de seguro, extorsión o retribución por el servicio.
Ese engranaje convirtió locales aparentemente inocuos —salones con luces de neón, cintas contadoras de billetes, oficinas de contabilidad— en estaciones de un circuito financiero criminal.

Los locales y quiénes los operaron
En distintos estados mexicanos aparecieron nombres recurrentes: salas de juego con marcas comerciales, empresas mercantiles establecidas para la operación, y personas físicas que firmaban contratos y permisos. Algunos locales señalados operaban en plazas estratégicas: puertos, fronteras y centros urbanos donde la liquidez era abundante y la fiscalización, intermitente.
A la hora de encender la luz, se detectó una constelación: casinos con presencia regional, redes de empresas relacionadas por accionistas y apoderados, y operadores locales que pusieron la infraestructura para que la caja circulara. Esa red permitió, además, la dispersión geográfica de los depósitos y la multiplicación de sendas para sacar el dinero fuera del país.
¿Quién dio permiso? El problema de la licencia y el sexenio
La proliferación de salas de juego en México no fue una casualidad administrativa: hubo un periodo concreto de expansión regulatoria que dejó un número importante de permisos vigentes. La maquinaria administrativa que concedía autorizaciones —registros, expedientes y ventanillas— culminó en un incremento notable en los primeros años del siglo XXI, con un pico de concesiones que ahora queda señalado como parte del problema: esos permisos, expedientes y autorizaciones permitieron la instalación legal de locales que más tarde serían aprovechados para los fines ilícitos.
La radiografía política muestra que la mayor parte de esas licencias proviene de administraciones anteriores a la actual. Los permisos son actos administrativos con responsables identificables en los expedientes: funcionarios, direcciones generales, trámites y firmas que hoy miran con otra luz. Eso no implica, de forma automática, que todos esos servidores públicos supieran o participaron en lavado —pero sí que su decisión administrativa creó el vehículo que alguien más conduciría para lavar dinero.

La conexión con el Cártel de Sinaloa
El enlace más peligroso fue la relación entre la caja generada en los casinos y las necesidades de renta e inversión del Cártel de Sinaloa. Según la investigación que hoy se expone con nitidez administrativa, hubo transferencias y pagos periódicos que terminaban por engrosar las cuentas de mando del cártel: una relación de negocio criminal —protección a cambio de cuotas, o cobro por permitir la operación— que convirtió a los casinos en lavanderías transaccionales y en fuentes de liquidez para operaciones más amplias.
Decir “vínculo” no es metáfora: son montos, fechas, beneficiarios y flujos que, en conjunto, configuran una cadena. Hoy, esa cadena tiene nombres humanos y cabezas visibles: operadores albaneses en la interfaz internacional y operadores mexicanos que pusieron la infraestructura local. Delante de eso, el Estado tuvo que reaccionar.
La respuesta del Estado: medidas y vacíos
Las medidas, una vez que el caso saltó al plano internacional, han sido mixtas: sanciones administrativas desde fuera, investigaciones internas, congelamientos y anuncios de suspensión por parte de autoridades financieras nacionales. En lo operativo, se han abierto carpetas de investigación y se han aplicado bloqueos y suspensiones a algunos locales y empresas.
Pero la respuesta pública no ha tapado una verdad evidente: los vacíos regulatorios y la debilidad en la supervisión financiera permitieron que un fenómeno que nació como ajuste administrativo se convirtiera en un canal de lavado estructurado. Y cuando la atención internacional puso el foco, la reacción fue en parte defensiva: cerrar frentes, negar nuevos permisos desde la administración actual, y subrayar que la proliferación fue obra de administraciones previas.

¿Qué queda por probar y por hacer?
La investigación administrativa que conocemos arroja hechos: nombres, empresas, permisos, patrones operativos y flujos. Pero de la prueba a la condena hay un tramo procesal que exige expediente abierto, testigos, cotejo de transferencias SWIFT, colaboración internacional y audiencias públicas. Acusar y sancionar penalmente exige llevar ese rompecabezas financiero a tribunales; eso es lo que aún está por verse en su totalidad.
Si se quiere cortar la cadena, las medidas deben ir más allá de sanciones administrativas: hay que revisar expedientes de permisos, transparentar responsables, auditar la cadena bancaria y coordinar cooperación internacional que permita seguir el dinero hasta su destino final.
En México, las historias de impunidad suelen tener rutinas: una puerta administrativa abierta, una astucia financiera, el silencio de la contabilidad y, al final, la necesidad de que otro país —o un organismo internacional— señale con nombre propio para que la maquinaria se mueva. Hoy la señal fue clara: los casinos ya no son sólo entretenimiento; en algunos casos, fueron cajeros al servicio de una economía criminal que buscó legitimidad a través del papeleo. Lo que sigue es tarea de las fiscalías, la cooperación internacional y la presión pública: desmontar la red, llevar a los responsables ante los tribunales y recuperar la carpeta administrativa que permitió su existencia.
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KXL/RCM




















