Redacción/CAMBIO22

Cancún, 24 de abril. – Raymundo Medina Canché tenía 33 años, una mochila llena de esperanzas y un camino por delante. Quería conseguir trabajo, ganarse la vida dignamente. Pero su historia terminó con un acto cruel y otro aún más despiadado: la indiferencia entre hoteleros y autoridades.

El 5 de marzo pasado, sus restos fueron localizados e identificados por ADN. Ese mismo día se cumplían dos años de su desaparición.

La coincidencia, lejos de dar consuelo, trajo una herida más profunda para su familia: la certeza de que Raymundo no murió al instante. Que fue atropellado y abandonado en una carretera cercana al hotel Sandos de la Riviera Maya.

Raymundo pudo haber sobrevivido si quien lo embistió hubiera tenido un mínimo grado de humanidad. Agonizó por varias horas o días en un paraje a un costado de la importante vía, en soledad aunque acompañado por negligencia e inquina de quienes dirigen los hoteles.

Nadie levantó algún teléfono para pedir ayuda.

Vivimos tiempos en que el silencio se vuelve cómplice, donde el paso apresurado de la sociedad pisa más fuerte que el deber moral.

Nadie llamó al 911. Nadie se detuvo. Raymundo no fue sólo víctima de un conductor, sino de un entorno deshumanizado donde la vida ajena vale menos que el miedo a involucrarse.

Pero la indiferencia no vino solo del pueblo. Las instituciones, las que juraron proteger y servir, fallaron también. Su celular seguía activo. Emitía señales cerca del hotel Sandos durante días.

Era posible rastrearlo, actuar, encontrarlo a tiempo. Pero la burocracia y el desinterés pesaron más. Ni el hotel permitió revisar las cámaras, ni las autoridades presionaron. La omisión fue criminal.

Su madre lo supo desde el principio. Lo gritó, lo pidió, lo suplicó. Pero todo fueron puertas cerradas, agentes que renunciaron, trámites que nunca avanzaron.

Hoy, su familia exige justicia. No solo por Raymundo, sino por todos los que han sido tragados por esta red de indiferencia y complicidades institucionales.

Por todos los que, como él, se despidieron una mañana sin saber que el mundo ya no los vería como personas, sino como un número más en una las lista de estadística sin rostro, pero llenas de dolor y de historias truncadas por la ingnomina de una sociedad cómplice de sus autoridades.

Raymundo era un hijo, un hermano, un joven con sueños. Su crimen no fue más que intentar salir adelante.

Y su pecado, vivir en un estado donde la vida vale tan poco y el olvido cuesta aún menos.

 

Fuente Sistema de Notícias CAMBIO 22

 redaccionqroo@diariocambio22.mx

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