Juana González Relata “Verdad Inventada” Sobre Secuestro y Muerte de Hugo Alberto Wallace
29 Mar. 2025
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En su declaración, tras tortura, aseguró que el joven murió a manos de una banda; versión refutada por periodista Ricardo Raphael
Redacción/ CAMBIO22
Juana Hilda González Lomelí quedó presa en enero de 2006 por su presunta participación en el supuesto secuestro y asesinato de Hugo Alberto Wallace, el hijo de Isabel Miranda de Wallace. González Lomelí fue obligada a declarar luego de ser sometida a tortura física y sexual sobre cómo llevó a Hugo Alberto al departamento de Perugino 6, de la colonia Insurgentes Mixcoac, en la Ciudad de México, donde según fue atacado por otros involucrados.
Este relato sostiene que Juana Hilda González “fue al cine con Hugo Alberto, que luego lo llevó a su casa, que ahí cinco integrantes de la banda le cayeron encima al mismo tiempo, y que eso llevó a que la víctima sufriera un paro cardiaco y muriera”. Esta versión señala que le tomaron fotos al cuerpo para pedir un rescate por 950 mil dólares y que luego lo cortaron con una sierra comprada durante la madrugada en un Walmart. Sobre este pasaje escribe el periodista Ricardo Raphael en su libro Fabricación (Seix Barral), en donde narra cómo Juana Hilda declaró una “verdad” inventada.
SinEmbargo reproduce este sábado 29 de marzo un fragmento del libro Fabricación, de Ricardo Raphael, con permiso del Grupo Editorial Planeta y del propio autor, en el que se narra una de las audiencias de Juana Hilda González Lomelí, en la que estuvo presente Isabel Miranda de Wallace.
Aquellas audiencias duraban entre ocho y diez horas diarias. La tensión tenía agotada a Ámbar Treviño. En cambio, el representante de la señora Wallace, el abogado Ricardo Martínez, se presentaba cada vez como un niño recién levantado. Quizá fuera por la confianza que tenía en que la iba a derrotar, o porque no cargaba sobre su espalda la posible condena de cuatro personas inocentes.
La defensa estaba consciente de que, eliminando la confesión de Juana Hilda, el caso Wallace se desplomaría; una prueba débil porque no la ratificó ante el juez, porque esas declaraciones no eran coherentes, porque no estuvo acompañada todo el tiempo de la defensora de oficio que entonces la asistía, la licenciada Dolores Vera Murcia, y porque la narración que ahí aparece fue inducida.
—Inclusive en la época de la Santa Inquisición, cuando era legal torturar a las personas para que confesaran sus delitos, sólo eran tomadas en consideración aquellas declaraciones que se ratificaban ante un tribunal —comenzó ilustrando la licenciada Treviño.
—No venga a lucirse con su cultura, abogada. Si bien la inculpada no ratificó sus declaraciones ante el juez, las hizo en presencia del agente del ministerio público y con eso basta —replicó el abogado Martínez.
—La prueba está viciada porque la historia que ahí se cuenta no es creíble. Alguien con mala imaginación fabricó un parlamento que puso en boca de mi clienta y la obligó a repetirlo frente a una cámara.
—¿Por qué serían falsas esas declaraciones? —quiso saber Ricardo Martínez. Ámbar Treviño presumió de nuevo su cultura, esta vez cinematográfica:
—El guion sobre el que se montó la confesión es sospechosamente parecido a la película La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock; un sujeto que asesinó a una mujer y la descuartizó durante la madrugada dentro del baño de su departamento, luego introdujo los restos en una maleta y se deshizo de ellos arrojándolos a un río. Excepto por lo del río, todo lo demás es observado por un vecino. Al final del filme el asesino intenta eliminar al testigo,
pero falla; entonces el delincuente, acorralado, confiesa su crimen a la policía.
—Ahórrese sus referencias chabacanas, Treviño, que en este juzgado no van a servir de nada —insistió Ricardo Martínez. Sin resignarse, la defensa procedió a desarrollar el primer argumento de aquella jornada: la ausencia de la licenciada Vera Murcia durante el tiempo que tomó el interrogatorio de Juana Hilda. La prueba es el video que registró la confesión:
—Ese material dura poco más de una hora. ¿Por qué no aparece la abogada defensora en esas imágenes? —cuestionó la defensa.
Ricardo Martínez estaba preparado para responder:
—Una cosa es que no salga en el video y otra que no se hallara presente.
Treviño pidió al operario del juzgado que corriera las imágenes. En ellas aparecen tres personas, y aunque no se ven, se percibe la presencia de otras dos. Además de Juana Hilda hay una mujer que transcribe lo que ella va diciendo, un hombre joven que en algún momento se pone de pie para tomar una llamada telefónica, y otro sujeto, que es quien estuvo a cargo del interrogatorio.
Es obvio que, además, hay una persona a quien Juana Hilda mira cada vez que duda sobre lo que debe decir. Según la bailarina, esa persona le fue mostrando unos cartelones donde estaba escrito el argumento que había de seguir. En efecto, por ningún lado aparece la abogada de oficio, Dolores Vera Murcia.
—¿No será que es la mujer araña y se pegó al techo de la habitación? —se burló la defensora.
—Guarde sus bromas para cuando tome café con sus amigas
—insistió con condescendencia la parte acusadora.
—¿Qué tal si mejor demuestro que esa licenciada andaba en otra parte? —reaccionó Treviño—. Debo recordar aquí que Rosa
Morales y Julieta Freyre fueron acusadas de extorsión, motivo por el cual las detuvo la policía el mismo día que Juana Hilda proporcionó las declaraciones que estamos discutiendo.
—¿Qué tiene que ver ese hecho con el tema que hoy nos ocupa? —cortó el licenciado Martínez.
—La abogada Dolores Vera Murcia, que entonces representaba a mi clienta, no pudo estar en dos lugares al mismo tiempo: atendiendo a esas mujeres mientras acompañaba a Juana Hilda
en sus declaraciones.
—¡Claro que sí! Pudo haberse desplazado de una sala de interrogatorios a la otra para cumplir con las dos diligencias —reviró la contraparte.
—El problema, señoría, no es el lugar, sino la hora. Si usted revisa el documento donde quedó consignada la diligencia en la que participaron las familiares de César Freyre y lo contrasta con la confesión de mi clienta encontrará que ambos actos ocurrieron al mismo tiempo.
Entonces Treviño solicitó que el asistente del juez proyectara el video a partir de la segunda media hora; para mejorar el efecto pidió también al operario que eliminara el sonido. Un murmullo recorrió a los asistentes.
—Observe por favor, su señoría, cómo mientras Juana Hilda está hablando, la luz natural de la sala va perdiendo intensidad y por tanto se encienden las lámparas.
—¿Qué relevancia tiene todo esto? —se quejó el abogado de la señora Wallace.
—Toda la relevancia —subrayó la defensa—. Según el Servicio Meteorológico Nacional, en el Distrito Federal, el miércoles 8 de febrero de 2006, el sol se puso entre las seis y media y las siete de la tarde. Esto prueba que Juana Hilda estaba declarando justo a esa hora sin la presencia de la defensora Vera Murcia, porque ella se encontraba en otra parte del edificio asistiendo a la cuñada y a la suegra. Repito lo que ustedes ya saben —subrayó Treviño, dirigiéndose primero al licenciado Martínez y luego al juez—: sin abogado, ninguna confesión puede ser considerada como válida.
Treviño aprovechó que había descolocado a su adversario para denunciar ante el juez la difusión ilegal del famoso video:
—Coincidirá conmigo, señoría, que al dar a conocer públicamente este video se rompió además el secreto que debe guardarse mientras el proceso judicial concluye y con ello se vulneró el derecho de mi clienta a la presunción de inocencia.
El juez debió de saber que en esto la licenciada Treviño tenía razón. La señora Wallace subió ese material a YouTube y con ello el relato de la perversa criminal cobró vida propia fuera del juzgado. Como si se tratara de una telenovela puede verse a la villana, sin una pizca de arrepentimiento, confesar su participación en el
crimen más horrendo. La abogada temió que el impacto mediático fuera irreversible: ¿cómo se atrevería el juez Mejía Ojeda a declarar inocente a la imputada si esa evidencia problemática sobre su culpabilidad había sido divulgada sin ningún aviso del contexto en que fue obtenida?
Treviño logró desentenderse del tremendo dolor que traía en las lumbares, respiró hondo y se lanzó sobre la siguiente cuesta de aquella empinada montaña. Sacó de su arsenal lo que ella consideró su arma más poderosa: la manipulación del video. Esa grabación demuestra también que las respuestas de Juana Hilda fueron inducidas y que tanto la fotografía como el sonido fueron alterados:
—Más de la mitad del material tiene cortes de edición donde la pantalla se va a negros, sin otra excusa que la necesidad de sacar de cauce el flujo de la narración de mi clienta. Respecto del sonido, son muchos los momentos en que la voz deja de escucharse y ésta es sustituida por estática. Cada vez que tal cosa sucede, cada vez que lo que ella dice se vuelve incomprensible, como si se tratara de una película en lengua extranjera aparecen unos subtítulos dispuestos para tergiversar el sentido de sus palabras.
—La única que manipula aquí las cosas es usted, abogada Treviño; esa confesión no deja lugar a dudas —se entrometió el licenciado Martínez.
—Pido permiso, señoría, para mostrar las anomalías que restan credibilidad a estas imágenes —se impuso la defensa.
Mejía Ojeda asintió.
—Un ejemplo de lo que estoy diciendo se encuentra alrededor del minuto quince de la grabación; ahí se dice que las supuestas agresiones de Jacobo Tagle contra Hugo Alberto le habrían provocado un paro cardiaco. Sin embargo, sin ayuda de los subtítulos no es posible asegurar que tal cosa haya sido realmente pronunciada por mi representada. Lo mismo sucede entre los minutos diecinueve y veintidós del video, donde la declarante acusa a los hermanos
Castillo de algún tipo de responsabilidad.
Para demostrar su argumento Treviño pidió al operario que ubicara las imágenes a las que se refería, donde aparece el siguiente discurso:
Juana Hilda.—Este Tony, su hermano [estática] que fue el que [estática] el principal que hizo todo eso.
—¿Qué significan exactamente las frases «fue el que […] el principal que hizo todo eso»? A lo largo de la filmación hay por lo menos quince momentos similares, donde la voz de Juana Hilda se vuelve inaudible y su expresión es sustituida por subtítulos poco fiables.
—¡Miente! —chilló la señora Wallace.
—Diga usted lo que quiera, pero este video no sirve para una chingada —reventó Treviño porque ya no podía mantenerse en pie.
—Le exijo que se abstenga de utilizar términos soeces en mi presencia —amonestó el juez.
—Perdone, su señoría. No volverá a pasar.
El tic de la pierna de la señora incrementó su velocidad.
—Otro vicio de este video es la manera como el interrogador conduce las declaraciones de la imputada. Esta confesión sería válida si hubiera sido libre y espontánea, pero son muchas las ocasiones cuando ese hombre dirige a Juana Hilda para que sus expresiones coincidan con una historia que alguien escribió de antemano. Por ejemplo, cuando Juana Hilda menciona al hermano de Tony Castillo y el interrogador cuestiona si se trata del «médico».
Albert Castillo Cruz no es doctor, y sin embargo ese funcionario de la procuraduría condujo a mi cliente para que pronunciara esa mentira. Esta misma táctica se repite al menos una decena de veces.
El abogado Martínez pidió la palabra y el juez volvió a concedérsela:
—Me parece obvio que el interrogador está ayudando a conseguir mejor precisión sobre lo que la imputada va narrando. Eso no es «inducir», como dice la abogada, sino «clarificar».
—¿Qué parte del significado de la palabra «espontánea» no entiende usted? —insistió la defensa—. Si a la hora de «clarificar» el interrogador dirige al testigo en una dirección arbitraria, lo que se produce es la anulación de esa espontaneidad.
—No me interrumpa, abogada.
El juez dio la razón al representante de la señora Wallace y ordenó a la defensa que dejara continuar a Ricardo Martínez:
—Es evidente que la acusada emitió dos confesiones la tarde del 8 de febrero. La primera quedó escrita y firmada, y la segunda se produjo más tarde ante la cámara de video. Durante la grabación el interrogador ayudó a la imputada a recordar lo que antes había dicho.
—¿Por qué está usted tan seguro de que fueron dos declaraciones? —cuestionó Treviño.
—Pues porque al principio del video el funcionario pide a Juana Hilda González que vuelva a contar los hechos —respondió el abogado.
—Difiero. Lo más probable es que el video haya registrado el momento mismo en que se hizo esta confesión y que cualquier cosa que Juana Hilda haya dicho antes sucedió fuera del procedimiento legal.
—No puede usted probar lo que está diciendo —refuto el licenciado Martínez.
—Usted tampoco puede hacerlo respecto a la hipótesis de las dos declaraciones —remató Treviño.
—Vuelvo a preguntar: ¿cómo explica usted que el funcionario haya pedido narrar de nuevo los hechos? —terció Martínez.
Ámbar Treviño se acercó al operario de la videocasetera y solicitó que rebobinara la cinta desde el principio.
—¿Se refiere a la parte donde el funcionario de la procuraduría le dice a Juana Hilda que cuente otra vez lo sucedido?
—Así es.

El técnico apretó el botón y se escuchó el parlamento tal cual fue pronunciado:
Interrogador.—Necesitamos que me vuelvas a platicar, pero… así, [de] corrido, ya sin que nosotros te preguntemos.
Treviño produjo el efecto que esperaba cuando repitió las palabras: «…sin que nosotros te preguntemos».
Tragó agua y retomó su argumento:
—Traicionando su propia afirmación, el interrogador indujo a mi clienta todo el tiempo con sus preguntas. Por ejemplo, cuando ella dice «se bajaron» y el funcionario de la procuraduría cuestiona: «¿A comprar qué?». Y entonces Juana Hilda responde: «Un serrucho». ¿Un serrucho? La diferencia entre una sierra eléctrica
y un serrucho son como dos mil años de evolución humana —se desesperó Treviño.
Buscó en ese momento dentro de su bolso un analgésico que le ayudara a terminar aquella jornada de pesadilla. La espalda la estaba matando.
—¿Algo más que la defensa desee agregar? —cuestionó el juez.
—Sí, su señoría. Hay un tema más.
La señora Wallace se quejó con fatiga.
—Necesito referirme a los letreros.
Juana Hilda le había contado que detrás de la mujer que transcribía en la computadora su declaración, alguien le mostraba unos carteles con las frases que debía decir. Esto es evidente porque en el video, cada vez que ella olvida un dato, para recordarlo aparta la mirada de la persona que la está interrogando y la fija en el horizonte.
Juana Hilda.—Hugo me habló un sábado, domingo, lunes, ¿no? Porque creo que fue un lunes; salí con él un viernes y pasó sábado, domingo y el lunes, me acuerdo…
En esta parte, mientras la imputada va recorriendo prácticamente todos los días de la semana, busca desesperadamente inspiración en un punto de fuga que estaría justo detrás de la computadora. Y cada vez funciona: encuentra súbitamente los datos extraviados y emprende de nuevo la narración.
—Puras especulaciones, licenciada —reclamó el abogado Martínez.
—El video es la prueba —dijo la defensa e indicó al operario que fijara la cinta esta vez en el minuto siete.
Surgió entonces la imagen de Juana Hilda reproduciendo justo el gesto que la abogada acababa de describir: la acusada mira en dirección de algo (o alguien) detrás de la persona que está transcribiendo sus dichos.
El licenciado Martínez avanzó un par de pasos para bloquear con su cuerpo el monitor de la sala:
—A la abogada le encantan las conjeturas apresuradas. Hay personas que cuando intentamos recordar cerramos los ojos, otras echamos la cabeza hacia atrás, y en el caso de la imputada, muy probablemente prefiere poner la mirada en el horizonte. Eso no quiere decir que le hayan mostrado letreros, mucho menos que alguien le haya sugerido un guion.
El dolor la tenía desesperada; era como si cada vez que ese abogado o la señora Wallace se dirigían a ella, el cuerpo le reclamara. Llevaban demasiados días de audiencia, y cuando no estaba en el juzgado, pasaba horas revisando documentos y preparando sus intervenciones. Si Treviño hubiera creído en la magia negra, se habría explicado ese padecimiento como algún tipo de brujería.

El abogado Martínez aprovechó la pausa tomada por la defensa para describir, a partir del video, la personalidad de Juana Hilda:
—Se trata de una mujer superficial, frívola, chacotera, incluso cuando explica los detalles más horrendos de este crimen. En esta grabación no se observa que haya sido presionada: habla sin parar, como si le estuviera contando el crimen a un par de amigas dentro de un salón de belleza mientras le hacen la manicura. Usa el mismo tono de voz para contar la ida al cine que cuando narra el desmembramiento del cadáver que emprendieron los hermanos Castillo.
La imputada está plenamente consciente de lo que dice, pero no actúa igual que la mayoría, a quienes esta historia nos parece una abominable pesadilla.
Sin atender lo que estaba escuchando, Treviño volvió a la carga. Por fortuna, aquella sería la última intervención del día. Instruyó al operario que ubicara el video hacia el final de la cinta.
Interrogador.—¿Y luego qué pasó?
Juana Hilda.—…pero más bien estuve en Los Ángeles; fueron seis, porque mi abuelita es la que es de Houston. En Los Ángeles…
—¿Cómo explicar las incoherencias evidentes en esta parte de la confesión? Debo precisar, señor juez, que ninguna de las abuelas de mi clienta nació en Houston ni visitaron nunca Estados Unidos. Tampoco su madre ni el resto de su familia. Sólo Juana Hilda cuenta con pasaporte y visa para viajar a ese país.
—Ahora va a argumentar que la acusada está loca —sentenció la señora Wallace.
—Hay otras explicaciones posibles. Juana Hilda asegura que un agente de la fiscalía, un hombre llamado Fermín Ubaldo Cruz, puso algún narcótico en el agua que se le dio de beber esa tarde.
Esta explicación ayudaría a entender el tono indolente al que ha hecho referencia el licenciado Martínez. Sé que esto último no lo puedo probar, ya que nadie analizó la sangre ni la orina de la acusada después del interrogatorio. Sin embargo, me permito recordar aquí otro hecho que podría validar mi argumento.
—Abrevie, abogada, por favor, que ya todos nos queremos ir a casa —presionó el licenciado Martínez.
Treviño puso los ojos en el juez para sugerirle que interviniera, pero Mejía Ojeda la miró con indiferencia.
—La madrugada posterior a la supuesta confesión, mi representada sufrió un accidente de tránsito en el que casi perdió la vida. El chofer que conducía el vehículo oficial murió porque su cabeza pegó contra el cristal blindado. Después, el resto de la tripulación fue trasladada a un hospital; todos excepto Juana Hilda.
¿Por qué esta tremenda arbitrariedad? Me atrevo a sugerir que mi clienta fue privada de atención hospitalaria no porque la policía temiera que el accidente trascendería a los medios; tampoco confío en que se haya tratado de una medida para ocultar la salida irregular de Juana Hilda del centro de arraigo. La verdadera razón tiene que ver con que, de haberla conducido también al hospital le habrían practicado análisis de laboratorio cuyos resultados muy probablemente confirmarían la versión de mi clienta en el sentido de que fue drogada durante el interrogatorio en el que se declaró culpable.
Fuente: El Sol de Mexico
LRE/MA