(En su libro Sala de Retratos (1946),  Ermilo Abreu Gómez (1894-1971), incluyó una semblanza tan humana de Juan de la Cabada (4 de septiembre de 1899-26 de septiembre de 1986) que nos permite conocer al personaje en su alma, en su andar en la tierra, en sus fibras más nobles.

Lo transcribo  en el 125  aniversario del nacimiento del pulcro escritor nacido en Campeche. En esta tarde lluviosa hay que leer algo bueno):

 

Jorge González Durán/CAMBIO 22

Juan de la Cabada es un hombre singular. No se parece a nadie. Más bien dicho: los demás no se parecen a él. Tiene casi mi edad. Nuestra niñez conoció los primeros años del siglo XX. Además es casi mi paisano. Nos separan un poquitín de canela en el chocolate; y distintas parroquias: él rezó en San Román, de Campeche y yo en Santa Lucía, de Mérida.

Juan de la Cabada viste como un vagabundo. Su equipaje, para emprender el más largo viaje, así sea a los antípodas, lo lleva siempre listo en la bolsa del chaleco: un peine, un cepillo, dos calcetines y un mazo de cuartillas. Tiene aspecto de malo: sombrero torcido; la solapa del saco medio alzada; el pantalón con rodilleras; la camisa sin corbata; los zapatos polvosos y mal ajustadas las correas. Barba de dos días; las uñas renegridas; la mirada de soslayo; y un gesto de melancolía derramado en toda la cara.

Pero ésta es la apariencia. Es así como Juan de la Cabada aparece en los retratos y ante la mirada de los extraños. Estos le tratan de cualquier modo. Le creen un simple; o un pobre andariego que ha extraviado el camino. Sólo falta que le den una limosna o que le digan, con aire displicente:

-Usted perdone; otro día.

o bien;

-Vuelva mañana, hermano.

Juan de la Cabada sabe cómo aparece delante de las gentes; sabe lo que éstas piensan; y sabe lo que de veras es y lo que en realidad significa. De ahí el desdén tranquilo  que siente por la mayoría de las personas que le atropellan. Ni siquiera se defiende de la maledicencia que éstas destilan. Juan de la Cabada es el hombre más noble, más pulcro, más sincero que jamás he conocido. Todo aquel aparente desorden no es sino el producto de su dejadez por las cosas materiales; por el menosprecio con que mira las llamadas conveniencias sociales. Hablar con Juan de la Cabada es hablar con un verdadero ángel. Todo su ser vive en estado de gracia. No le pasa por el magín ni el mas leve mal pensamiento; no se le ocurre jamás nada que no esté en su sitio; nada que no  corresponda a la dignidad humana. Nunca he conocido a un hombre de aspecto más infeliz que tenga más alteza moral, más espíritu de rebeldía, más libertad para compartir con los demás la palabra, la fe o el dinero. Juan de la Cabada es uno de los siete hombres que mantienen viva la existencia de la bondad en el mundo.

Así como es ha hecho varios viajes; unos a Europa, otros a países americanos; los mejores a tierras de indios; sobre todo a regiones de indios mayas. En estas regiones, en contacto con los hombres, con los animales, con las cosas, con los árboles, con el viento y con los fantasmas, ha aprendido muchas cosas profundas que las bestias enriquecidas pisotean y los fanáticos burdos manosean y dejan, como basura, a la orilla del camino. De estas enseñanzas ha sacado un mundo propicio para elaborar temas de belleza y de hombría. En las manos de Juan de a Cabada nace y crece una flor maravillosa. Esta flor maravillosa es la que le proporciona el material suficiente para las historias que compone. Las compone con la  sencilla lengua que hablan los dioses y corrigen los fantasmas. Es una lengua garrida, llena de gracia, pulcra, como recién lavada en batea de madera con agua de lejía y azahares. Es una lengua cuyos secretos se conocen en las voces de los caracoles y en el hueco de las icoteas.

Juan de la Cabada empezó a escribir tarde; empezó a escribir cuando el camino del dolor ajeno se le hizo presente. No le bastó el dolor propio para decir sus voces íntimas; necesitó encontrar el ajeno, aquel que, recatado, de tan puro, no hace ruido en el corazón de los humildes. Su escribir no fue entonces sino la expresión de su protesta. Ni una línea ha escrito que no contenga, en bien equilibrada dosis: belleza y justicia. Juan, como su obra, concuerdan en una unidad de buen ejemplo de honradez. Su sola presencia, la sola lectura de sus páginas constituyen la antítesis contra el abuso del rico, contra la infamia del poderoso, contra la suciedad del venal, contra la falsedad del prevaricador, contra la hipocresía de fariseo, contra la labia de las meretrices, contra la retórica de escritor melindroso; contra la vaciedad del poeta epiceno, contra la rigidez gramatical del académico; contra la verdad del mentiroso, y contra la cobardía de todos los hombres.

Y con esa conciencia, Juan de la Cabada escribió una serie de relatos que llamó Paseo de Mentiras. Y con la misma disposición de espíritu ha trazado la Historia Verdadera del Maravilloso Mundo de los Animales, así de la Tierra como en el Cielo.

Hablando con él he sentido el calor de un hijo. Cuando le doy la mano, cuando le abrazo, se me enjutan los ojos y mi corazón tiembla ante el temor de perderlo. Los hombres de hoy no saben que junto a ellos camina uno de los apóstoles. Les pesará no haber oído su voz ni entendido su profecía.

 

redaccionqroo@cambio22.mx

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