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  • Los orígenes de la podredumbre

 

Alfredo Griz / CAMBIO 22

El robo de combustible en México nació con las tomas clandestinas a los ductos de PEMEX, pero pronto mutó.

El negocio ya no fue solo el goteo de gasolina en bidones o las explosiones que dejaban cadáveres calcinados en comunidades enteras. La codicia creció, se sofisticó, se volvió “legal” en apariencia: huachicol fiscal, el contrabando de combustible disfrazado de importaciones legales, de aditivos y lubricantes que nunca existieron, de trámites aduaneros que solo servían para lavar millones de litros de gasolina y diésel.

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Pero es importante recalcar que durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la estafa comenzó a infiltrarse en cada aduana, en cada puerto, en cada oficina donde un sello bastaba para abrir las compuertas del negocio. Empresarios de papel, militares condecorados, políticos disfrazados de servidores públicos y funcionarios aduaneros se convirtieron en piezas de un engranaje monstruoso.

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En 2023, mientras el país seguía obsesionado con las ejecuciones ligadas al narcotráfico, barcos cargados de combustible viajaban de Houston a puertos mexicanos. El documento decía “aditivos”, pero los tanques llevaban gasolina. El fraude pasaba frente a narices de capitanías de puerto, de aduanas y de la propia Marina.

Los primeros nombres surgieron pronto: el vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna y su hermano, también oficial naval, al frente de operaciones que movían millones de litros como si fueran cajas de galletas. A su sombra, empresas de reciente creación, sin historial, que de repente facturaban millones de dólares en importaciones. El contrabando había encontrado a sus generales.

Quiénes son los hermanos Farías, señalados en red de huachicol fiscal en la  Marina?

2025: la red revienta

La burbuja estalló en 2025. Investigaciones internas y presiones externas destaparon lo que muchos ya sabían: México sangraba no solo por los ductos, sino por las aduanas. La estimación oficial era brutal: más de 9 mil millones de dólares perdidos cada año en impuestos evadidos, dinero que jamás llegaba a escuelas, hospitales o seguridad.

Los decomisos empezaron a dar cifras obscenas. En julio se aseguraron casi cuatro millones de galones de combustible escondidos en trenes abandonados. Las imágenes eran grotescas: vagones oxidados cargados con gasolina como si fueran ataúdes metálicos, estacionados en medio de la nada.

Ese mismo mes se confirmaba lo inevitable: 4,813 tomas clandestinas registradas en el primer semestre, un promedio de 36 al día. Hidalgo, Jalisco, Guanajuato. El huachicol físico no había muerto, pero ahora era el hermano menor del monstruo fiscal.

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La sangre que corre detrás del dinero

El huachicol fiscal no se escribe solo con cifras: se escribe con cadáveres.

En las semanas posteriores a los primeros decomisos, al menos siete personas aparecieron muertas en circunstancias sospechosas. Algunos eran testigos que habían declarado contra mandos militares. Otros eran empresarios fachada. Uno más, acorralado por investigaciones, se “suicidó” en su celda antes de declarar.

Los asesinatos se repitieron en distintas ciudades: cuerpos abandonados en carreteras, ejecuciones con tiro de gracia, suicidios demasiado convenientes. Cada muerte cerraba una boca que podía comprometer a alguien más arriba en la cadena.

Las primeras detenciones

El Estado intentó salvar la cara. Catorce detenidos en un solo operativo, entre ellos personal naval y empresarios fantasmas, fueron presentados como prueba de que la justicia alcanzaba a todos. Los marinos, que alguna vez juraron lealtad a la bandera, eran ahora el rostro de la traición.

Pero el mensaje quedó en duda. Los capitanes caían, sí, pero ¿qué pasaba con los almirantes que habían dado las órdenes? ¿Y los políticos que facilitaron contratos y licencias? El poder judicial se enfrentaba a una disyuntiva: abrir la cloaca hasta las últimas consecuencias o sellarla de nuevo.

Las aduanas, reinos de corrupción

La investigación exhibió un mapa de podredumbre. Al menos 21 aduanas en 13 estados aparecieron salpicadas en las pesquisas: Tampico, Altamira, Guaymas, Ensenada, Lázaro Cárdenas. Donde había un puerto, había un negocio.

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Los datos eran innegables: en esas aduanas entraban cargamentos con facturas infladas, certificados falsos y tráileres que jamás eran revisados. El funcionario que debía detener la operación terminaba con cuentas bancarias infladas en dólares.

El costo humano invisible

El combustible adulterado comenzó a circular en gasolineras de pueblo y ciudades fronterizas. El ciudadano común lo pagaba con motores descompuestos, con accidentes, con incendios que rara vez salían en las noticias. La gente no sabía que su tanque barato estaba ligado a una red internacional que movía millones y que financiaba al crimen organizado.

El círculo era perverso: los mismos grupos que inundaban el país de metanfetaminas y fentanilo ahora diversificaban su negocio con gasolina. Y los ingresos del huachicol fiscal servían para comprar armas, pagar sicarios y mantener la maquinaria de violencia.

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Estados Unidos levanta la voz

La reacción internacional fue inmediata. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos sancionó a varias empresas mexicanas por su vínculo con el Cártel Jalisco Nueva Generación y el contrabando de combustible. Congelamiento de activos, prohibiciones comerciales, la señal clara de que Washington veía en el huachicol no solo corrupción, sino una amenaza a su propia seguridad.

En septiembre, un alto funcionario del Tesoro aterrizó en la Ciudad de México. Su agenda fue directa: cortar las fuentes de financiamiento de los cárteles. Para Estados Unidos, el huachicol fiscal era ya parte del mismo problema que el fentanilo: dólares manchados de sangre.

Así nos ve el mundo

Mientras México intenta maquillar cifras, el mundo observa con desconfianza. Para los inversionistas, el huachicol fiscal es prueba de que el país no puede controlar ni su frontera ni su propio ejército. Para los organismos internacionales, es la confirmación de una corrupción institucionalizada.

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Las imágenes de marinos esposados, de trenes abandonados cargados de gasolina robada y de cadáveres ligados al contrabando recorrieron portadas internacionales. El mensaje era devastador: México no solo pierde su gasolina, pierde su dignidad.

La guerra no declarada

Hoy, el huachicol fiscal es una guerra no declarada. No hay un frente visible, pero hay muertos, hay dinero sucio, hay intereses de alto nivel. El país sangra por los ductos, por las aduanas, por los puertos. Sangra por la complicidad de quienes deberían defenderlo.

El negocio del combustible ilícito sigue vivo porque cada galón significa poder, significa millones en efectivo, significa armas nuevas para los cárteles y mansiones para los políticos corruptos.

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Mientras tanto, el ciudadano común llena su tanque sin saber si la gasolina que compra viene de un tren oxidado, de un barco cargado en Houston o de la sangre de un testigo ejecutado.

Para concluir podemos señalar de manera tajante que el huachicol fiscal no es solo un crimen económico: es un crimen de Estado. Involucra a militares con uniforme, a políticos con fuero, a empresarios con trajes caros. Es la muestra más brutal de cómo la corrupción no solo roba dinero, sino vidas, soberanía y futuro.

México vive atrapado en una paradoja: el país que exporta petróleo no puede garantizar combustible limpio y legal para su gente. Y cada litro robado es un recordatorio de que la verdadera guerra del combustible apenas comienza.

 

 

 

Con Datos del Sistema de Notícias CAMBIO 22

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