• El periodista Javier Moreno narra su experiencia al conocer al ex Secretario de Seguridad Pública de Calderón en su nuevo libro

 

Redacción / CAMBIO 22

CONOCÍ A GENARO GARCÍA Luna cuando era Secretario (Ministro) de Seguridad Pública de Calderón, durante una de mis visitas a Ciudad de México, rumbo a la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara. A la plataforma de México, el gran centro que permitiría conectar toda la información policial y de los servicios secretos para combatir mejor a las bandas delincuenciales, le faltaba poco para estar plenamente operativa.

El Secretario me acompañó por las instalaciones. Tras deambular por pasillos y despachos, desembocamos en una gigantesca sala, con decenas de pantallas que cubrían la pared principal. Se podían intuir imágenes en vivo de los aeropuertos, pasos fronterizos, filas de automóviles, multitudes. O eso me pareció. “Cuando esté funcionando del todo -me dijo el Secretario-, vamos a poder controlar la frontera, a los narcotraficantes, a los delincuentes, ‘ver todo en tiempo real’, en todo México”. La declaración en sí misma no me tranquilizó en absoluto, aunque me habría costado explicar por qué.

Fuimos después a su despacho. O a un despacho. A preguntas mías, el Secretario me confirmó que, efectivamente, había zonas en México, básicamente en Michoacán y Guerrero, en las que el Estado no controlaba todo el territorio. Y a continuación, añadió: -Llamamos aquí a 100 alcaldes que salieron elegidos en las últimas elecciones y les dijimos: “Miren, sabemos que ha habido dinero del narco en sus campañas electorales. Sólo les vamos a pedir una cosa: que elijan a sus jefes de policía de una lista de nombres que les vamos a dar, para asegurarnos de que no entregan la seguridad a los narcotraficantes”.

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-¿Y cuántos le hicieron caso, Secretario?

Cero. Ninguno.

-¿Y qué hicieron con esos 100 alcaldes?

-Nada. ¿Qué íbamos a hacer?

A continuación me explicó que en la Secretaría de Seguridad Pública habían echado unos números:

-Tantos policías tenemos. Tanto necesita un policía de media para acabar la quincena . Sale una cifra. Como el gobierno paga con las nóminas menos de esa cifra, ya sé <concluyó garcía=”” luna=””>que el 25% o el 30% de lo que precisan mis policías no lo pago yo.

¿Quién lo paga? Los narcotraficantes. De las capacidades de expresión verbal de García Luna se podría decir que existían, como mínimo, opciones distintas. Y el cálculo que me había detallado se parecía más a las cuentas del tratante de ganado que a un estudio serio de un organismo gubernamental.

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Pero de lo que me acababa de contar se deducía sin obstáculos lógicos insalvables lo siguiente: al menos 100 alcaldes habían nombrado jefes de policías locales a personas elegidas directamente por los narcotraficantes, que de esa forma se erigían de facto en jefes de la seguridad de esos territorios. Ello, con el conocimiento y la anuencia, al menos implícita, del secretario de Seguridad Pública.

Naturalmente, no cabe descartar en absoluto que todo fuera una patraña. Genaro García Luna había sido jefe de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) durante el sexenio de Vicente Fox. En 2005, orquestó la detención de la ciudadana francesa Florence Cassez, lo que acabó causando un conflicto diplomático con Francia. La operación se retransmitió por televisión, aparentemente en directo, aunque todo resultó ser un montaje, incluido el falso directo.

Éste consistió, en la realidad, en una recreación que utilizó a los propios detenidos como actores forzados (a golpes, en algún caso) para que los periodistas pudieran grabar la escena. A cada falsedad del caso que se descubría, García Luna montaba una patraña mayor para taparla, como documentaron numerosos medios.

El escritor mexicano Jorge Volpi publicó un libro extraordinariamente detallado sobre este escándalo, en el que la sucesión de trampas, montajes, mentiras, torturas y acusaciones falsas construyen, en capas superpuestas, cada vez más inverosímiles, un preciso y deprimente retrato de la policía de México.

Diario de Colima

Los hechos sucedieron a finales de los noventa y principios de los dos mil. Pero no desdicen en nada al fiscal especial Pablo Chapa Bezanilla, quien seis años antes andaba con videntes sembrando cadáveres en jardines de la capital para fabricar culpables. Cuando acabó el sexenio de Felipe Calderón, la AFI en pleno fue disuelta porque reformarla para limpiarla de corrupción se debió considerar tarea imposible

Cien alcaldes, me había dicho García Luna. Cien es, además, una cifra demasiado redonda como para no resultar sospechosa. ¿Por qué llamar a capítulo a 100 y no a 87 o a 116? Pero si lo de los 100 alcaldes era un cuento que me contó a mí -o que iba recitando ahí a otros periodistas-, también se lo debió relatar al Presidente de la República.

CUANDO LE CONTÉ esta conversación al propio Calderón, el día que nos vimos en sus oficinas, su reacción resultó sorprendente. No sólo ignoró los detalles. Ignoró al propio García Luna:

De hecho, bueno… El segundo eje era reconstruir las agencias de seguridad y justicia con todo lo que he platicado, control de confianza, lo que llaman los americanos vetting process, lo que utilizan en el FBI, en países Inglaterra y la policía montada de Canadá. Tienes polígrafo, antecedentes, etcétera; y, tercero, meterle muy fuerte al tejido social. Nosotros pusimos 140 universidades gratuitas, 1 100 bachilleratos gratuitos. La verdad es que le metimos .

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Eso es todo lo que dijo sobre García Luna. Eso es todo lo que quiso decir sobre García Luna y los 100 alcaldes a los que el Estado había permitido que nombraran jefes de policía impuestos por bandas traficantes de drogas. En aquel momento, primavera de 2019, su antiguo secretario de Seguridad aún no había sido detenido en Estados Unidos. Sí se habían publicado ya, sin embargo, investigaciones que apuntaban a la rapidez con la que acumuló riqueza, así como la asociación de malhechores en la que había trocado la AFI bajo su dirección.

La AFI era la policía de la fiscalía. Se encargaba de los delitos más graves. Apenas dos años después de crearse ya había investigados por corrupción 21 comandantes, 13 subcomandantes, tres segundos comandantes, seis subdelegados y 374 agentes.

Calderón no se encontraba cómodo con el asunto de García Luna, como dejaba entrever su respuesta -la no respuesta, más bien-, los titubeos en la formulación, sus movimientos inquietos en la butaca. Es probable que no se sintiera con la fuerza moral para defenderle. O que no se sintiera con fuerza, a secas, para pronunciar su nombre.

En los meses finales de su presidencia, cuando dio el discurso en el que se hacía eco de las presiones de los narcotraficantes que me contó García Luna, Calderón era ya consciente de que había perdido la guerra contra el crimen organizado. Y con la pérdida de la guerra al narco, el eje central de su mandato, se había perdido también la presidencia entera.

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Cualquier otro logro -que los hubo- había quedado opacado por este fracaso doloroso, descomunal. Y con la presidencia perdida, su lugar en la historia de México no iba a dejar de ser problemático, como finalmente resultó ser el caso.

Las fuentes son diversas y a menudo contradictorias, pero ya muy pronto, en 2014, dos años después de que Calderón dejara de ser Presidente de la República, se estableció de forma provisional que el número de muertos durante el sexenio por la guerra al narco fue de 64774, cifra conservadora, que habría de incrementarse en los siguientes años por el descubrimiento de fosas clandestinas (algunas con centenares de cadáveres). Lo anterior, sin contar con los desaparecidos. Más las innumerables violaciones de los derechos humanos por parte de las fuerzas del orden, los asesinatos -ejecuciones extrajudiciales, en la jerga de policías y periodistas-, los abusos sin cuento.

Excepto por un ligero descenso en las tasas de crecimiento durante los dos primeros años de su sucesor, Enrique Peña Nieto, del PRI, las cifras han seguido aumentando hasta el momento de escribir estas líneas. El saldo total sobrepasa ya los 250 000 muertos.

Acabando ya la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, nada indica que el poder de las bandas de traficantes haya disminuido, que se esté alcanzando algún punto de inflexión o se vislumbre arreglo alguno de esta tragedia en los próximos años. De hecho, Claudia Sheinbaum, la sucesora de López Obrador, tendrá que pelear por “recuperar el control del territorio ocupado por el crimen organizado”, según una crónica del Financial Times de septiembre de 2023. ¿Cuán grande es ese espacio ocupado? “Dicen que el narco controla ahora el 30% del territorio”, me comentó en Madrid un muy alto cargo de las últimas administraciones del PRI, que conoce al dedillo los vericuetos de la gobernación de México.

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Cuando políticos, analistas o periodistas hablan de “control de territorio” por parte de los criminales lo que quieren decir, en realidad, es que el Estado no es capaz de ejercer todas sus funciones en esas zonas, ni proteger las vidas de sus ciudadanos, ni asegurarse el monopolio legítimo de la fuerza. “Pero yo creo que, si cuentan bien, es más”, me aseguró mi interlocutor.

El periódico británico recordaba que decenas de candidatos a puestos de menor entidad, como alcaldías, habían sido asesinados en los últimos ciclos electorales”.

No resulta fácil imaginar qué son, qué representan, cuánto dolor suponen 250 000 muertos.

En La peste, donde la plaga encarna al mal, Albert Camus sugiere que la única forma de hacerse una idea cabal de la cantidad de muertos que ha causado la enfermedad, la manera de escapar de la fría estadística, en la que los número lo dicen todo pero no dicen nada, consistiría en arrastrar a todos los fallecidos a una playa cercana a Orán, la ciudad en la costa de Argelia donde transcurren los hechos, apilar los cadáveres en un único túmulo y colocar por encima, visibles, unos cuantos rostros de conocidos, de familiares y de amigos.

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En México, los muertos por la guerra llenarían dos veces el Estadio Azteca, el mayor de la capital.

EL DÍA EN QUE ME REUNÍ con Calderón, en la atmósfera tranquila de sus oficinas, nada de lo anterior parecía real. El Presidente no mostró interés alguno, como resulta natural, en asumir su parte de responsabilidad, la que fuera, mayor o menor, en el fracaso de la estrategia que diseñó -si hubo diseño alguno- y puso en marcha durante su mandato.

Resultó notable, por lo demás, la completa ausencia de cualquier referencia de los muertos, a las víctimas. La carencia total de empatía. Es cierto que yo no pregunté. Y no lo hice porque una respuesta forzada a esa pregunta carece de valor alguno. Quizá sí periodístico. Pero no moral. Equivale al thoughts and prayers –“nuestros pensamientos y nuestras oraciones están con las familias”– que cualquier político estadounidense ofrece tras una masacre a tiros, al tiempo que se opone a cualquier reforma de mínimos para controlar la proliferación de armas. Tampoco le pregunté por el estigma asociado a la guerra del narco.

Pero él sí quiso desligarse de ello (“otra cosa, por cierto…”). Fue un movimiento espontáneo que yo no forcé. Tampoco formulé pregunta alguna que desencadenase la siguiente reflexión:

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Otra cosa, por cierto, donde no pude cambiar las cosas, por más de ser Presidente y de que lo hubiera querido, es la expresión que acaba usted de usar: la guerra contra el narco. Yo lo que nunca pude fue con lo de “la guerra declarada de Calderón”, “cuando Calderón le declara la guerra al narco”, o “la declaración de guerra contra el narco”, incluso entrecomillado. Digo, ¿cuándo hice tal declaratoria? ¿Quién acuña el término de guerra de narco? Pues no sé, fue El País con Jorge Castañeda y CNN. No soy yo.

“No soy yo”, dice Calderón. La afirmación -y la escena con sí misma- padece tanto de falta de lógica como de exceso de fingido melodrama. Y guarda escasa relación con la verdad.

Los políticos, por lo general, muestran una sobresaliente capacidad de arrinconar datos o emborronar evidencias con tal de mantener la coherencia de sus relatos. Calderón utilizó la palabra guerra cuando le convino políticamente.

Pero como me había dicho el presidente Gaviria: “Cuando uno habla de guerra, tiene guerra; la degradación que se viene es impresionante; despierta unas actitudes bárbaras en la gente; la gente empieza a comportarse de una manera salvaje y bárbara”.

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Cuando vino esa degradación, Calderón dejó de hablar de guerra. Ese “no soy yo” me recordó un viejo adagio ruso que se utiliza para negar por adelantado toda culpa o responsabilidad: “Yo no soy yo, y el caballo no es mío”.

Lo podría decir -aunque no lo he leído ahí- cualquier campesino detenido por un policía del zar en un relato de Gógol o de Turguénev. Me hizo recordar también que durante todo el mandato de Felipe Calderón como presidente (1° de diciembre de 2006 a 1° de diciembre 2012), yo fui director de El País (4 de mayo de 2006 a 4 de mayo de 2014). Y no, no fue el periódico – con Jorge Castañeda o sin Jorge Castañeda- el que acuñó la expresión.

Sí, hablé metafóricamente en algunos discursos iniciales de que esto es una batalla, es una guerra contra la delincuencia, debemos ganar. Entonces, todo el cuño, voy a utilizar la vocal adecuada, toda la cuña es la guerra contra el narco, que es despectiva per se. Por qué si tu votas “¿Qué prefieres? ¿Guerra o paz?” El término guerra es terriblemente, de partida, peyorativo. Ya desde cuando dijeron la guerra contra el narco, que Calderón es un idiota, que declaró una guerra innecesaria.

En fin, nunca logré explicar eso y fue realmente, mediáticamente, un desastre, la verdad. Por más que trataba de explicar y enfatizar, siempre volvía. Aunque la entrevista la publicaran literal cuando lo pedía, el título era: “Calderón declaró la guerra al narco y perdió”. Ese tipo de cosas siempre fueron desesperantes.

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(Lo mediático y lo real se habían fusionado momentos antes, al parecer, cuando su asistente vino a preguntarme si la entrevista iba a versar “sobre la guerra contra el narco”.)

En 2008, más de 10 años antes de esta conversación, vi a Calderón por primera vez desde que era presidente. Estábamos sentados en una estancia del palacio de El Pardo, en Madrid, donde él se alojaba durante una visita oficial a España, y en el que ofrecía una recepción a los reyes. Mientras los empleados del palacio se afanaban con los últimos detalles le comenté que declarar una guerra tenía graves consecuencias. Pero que también conlleva un problema de léxico: se gana o se pierde.

-¿México está ganando la suya?

-México tiene la estrategia correcta y ganará, por supuesto, esta guerra.

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Mediáticamente, la estrategia parecía funcionar todavía.

Y “ese tipo de cosas que siempre fueron desesperantes” aún no eran desesperantes.

En aquel momento, Calderón era él.

Y el caballo era suyo.

¿Debería Calderón haber sabido de la corrupción que carcomía partes del Ejército cuyos generales habían de dirigir la guerra? ¿De la falta de preparación, la descoordinación, los paupérrimos servicios de inteligencia? ¿Que el derrumbe del sistema de partido único había transformado el paisaje y el reparto del poder? ¿Que debería haber desconfiado de quienes le explicaron el problema, pero le ocultaron la falta de medios para abordarlo con éxito? ¿Que tampoco había reflexionado cinco minutos sobre las complejas causas que le habían llevado a estar sentado sobre un volcán cuyo estallido causaría decenas de miles de muertos en los años siguientes? Sí. Debería haberlo sabido. Pero el caso es que no lo supo. No tuvo las herramientas, ni la información, ni los adecuados servicios del Estado para saberlo. Probablemente tampoco tuvo la voluntad de saber. Ni el interés.

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UN DÍA DE MARZO DE 2019 mantuve una larga conversación con un alto cargo de la administración de López Obrador. Nos conocíamos de mi anterior estancia en México, hace 25 años, aunque no nos habíamos visto más de dos o tres veces. Me interesaba su opinión por varias razones. La primera, porque ahora se desempeñaba en el área de seguridad, con acceso a los primeros niveles de decisión. Y en segundo lugar, porque quería contrastar con un destacado personaje del gobierno de entonces los errores, los límites y los fracasos de las administraciones pasadas, a las que el Presidente de la República, en aquel momento Andrés Manuel López Obrador, culpaba del desastroso estado de cosas que él vino a heredar. Y que no consiguió arreglar durante su mandato, aunque cuando tuvo lugar esta conversación eso estaba todavía por decidir.

Sentados en su despacho, le conté a grandes rasgos el relato que el lector acaba de leer, incluida la conversación con Genaro García Luna. Faltaban meses para saber cuál iba a ser el desempeño de López Obrador en su primer año. Pero cuando escribo estas líneas ya se conocen las cifras del quinto año de su mandato.

El perímetro de la catástrofe es el siguiente: las 35 588 víctimas contabilizadas en 2019 lo convierten en el año más violento desde que se llevan registros, con una tasa de 27 homicidios intencionados por cada 100 000 habitantes. Colima, un pequeño estado en el Pacífico, con menos de un millón de habitantes, ha repetido nuevamente como el más violento.

Con 760 homicidios tienen una tasa de 107 asesinatos por cada 100 000 habitantes, superior a la de El Salvador (62, según el Banco Mundial), uno de los países más violentos del mundo antes de la llegada a la presidencia de Nayib Bukele. Los 35 588 muertos en un año equivalen, aproximadamente, a la mitad de los seis años de mandato del presidente Calderón.

Mi interlocutor opinaba que dos eran los elementos principales para comprender la grave situación con la que se habían encontrado. La diferencia con épocas pasadas, calculemos hace 25 o 30 años, me contó, es la siguiente. Entonces, los jefes de seguridad locales o regionales eran los capos del crimen organizado. Digamos que por la mañana llevaban el uniforme oficial y por la tarde el de jefe de las bandas de delincuentes. Tras tomar posesión se impartían órdenes “yo me llevo tanto”, y “ustedes no armen jaleo, si no, me los chingo”.

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Ahora, por el contrario -prosiguió su relato-, los capos del narco de las bandas organizadas “son los que ponen a los jefes de seguridad, quienes, de esta forma, son sus empleados”. En esto fue rotundo: “Los eligen, les financian las campañas electorales, les montan los quipos de gobierno, especialmente en el área de seguridad pública”, me dijo. Lo segundo es que, en sus estimaciones, hay algunos territorios (no especificó cuáles ni de cuántos) en los que la mitad de los presidentes municipales responde a este perfil; es decir, son marionetas de los agentes criminales. Los criminales han pagado a presidentes municipales, e incluso a gobernadores.

Al despedirnos, nos pidió confidencialidad (yo había acudido en presencia de un conocido empresario). Debió de pensar que estaba revelando algún secreto de Estado. Pero ésa ha sido la historia de violencia en México, Centroamérica y alguno de los países productores de droga de la franja andina, especialmente Colombia. Eso es lo que me había contado en líneas generales Genaro García Luna 12 años antes. Eso es lo que cuentan los periodistas, los investigadores, los académicos en sus trabajos sobre la violencia.

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Eso es lo que sabe todo el mundo. Lo que no recuerdo, al salir de su despacho, es que, siendo él uno de los máximos responsables de la seguridad pública en México en aquella época, articulara un plan creíble para hacer frente a aquella situación que, en apariencia, tanto le espantaba. Como tantos otros antes que él, estaba de paso por aquella oficina, sin capacidad ni voluntad ni poder real de cambiar las cosas. Tres años después andaba en otros quehaceres políticos por su estado natal, seguramente más gratificantes.</concluyó>

 

 

 

Fuente: Reforma

redaccion@diariocambio22.mx

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