El Encierro de las Secuestradoras
19 Feb. 2023- Cerca del quince por ciento de las internas de la prisión femenil de Santa Martha Acatitla se encuentra ahí por el delito de secuestro, es por eso que se le conoce como “La casa de las secuestradoras”. Una de esas internas es Rosalía, con quien Óscar Balderas mantuvo una serie de conversaciones.
Redacción/CAMBIO 22
“Si sobrevives a ‘La Lata’, ya puedes decir que regresaste del infierno”. Eso le dijeron a Rosalía cuando entró por primera vez a la prisión femenil de Santa Martha Acatitla. Fue una mujer obesa, alta, sentenciada por homicidio, quien después de abrirle la puerta a los dormitorios “G” le lanzó la advertencia: “acá hay que seguir muchas reglas, pero la más importante es no dejar que te ‘enlaten’. Te chingan el espíritu y luego sólo piensas en matarte”.
“¿Qué más debo saber?”, preguntó la nueva prisionera, y escuchó de sus compañeras un listado de consejos para tolerar el encierro: cuando sean los tres pases diarios de lista, mantente atenta; háblale de usted a las celadoras; inscríbete a un taller de manualidades; no uses la visita conyugal para pelear; busca una “mamá” que te cuide de las cábulas que abusan de las nuevas. “Y no te metas en problemas aquí, arregla todo tú sola, sin que se enteren las autoridades, porque las custodias por todo te ‘enlatan’”.
Así, Rosalía aprendió a tolerar calladamente que le robaran sus sandalias, sus blusas, su shampoo, y que le pidieran un peso cada vez que cruzaba el patio de visitas. Pero evitar problemas en la cárcel es como atravesar un río sin mojarse. Toleró todo hasta que a los seis meses de su ingreso se defendió a golpes de una interna que también le quiso robar la tarjeta telefónica con la que llamaba a su mamá. Y eso, pelear, aunque sea en defensa propia, rompe el mandamiento carcelario de evitar a toda costa ser “enlatada”. O, como el Consejo Técnico de la prisión le dice, una “estancia en el área de Conductas Especiales”.
Por eso, esta mañana o tarde o noche —en “La Lata” no hay forma de saber la hora— de marzo de 2010, Rosalía está sentada en un cuarto tan oscuro que ni siquiera puede verse los dedos de las manos; tan maloliente que extraña el hedor a humedad y salitre que despiden las paredes de su celda; tan pequeña que, calcula, debe medir tres metros de largo por cuatro de ancho. Y sentada ahí, en la versión moderna de los apandos, la desesperación del encierro oscuro la carcome. El infierno del que le hablaron está soltando demonios en su cabeza.
Se quita el pantalón y recorre con las manos “La Lata”. Busca un barrote, una tubería, una manija para amarrar una pierna de su uniforme caqui y, con la otra pierna, ahorcarse hasta morir. O desnucarse. No tiene el valor para estrellarse la cabeza contra las paredes hasta abrirse el cráneo, así que su mejor opción es “corbatearse”. “Ni modo”, piensa, “qué lugar tan feo para morirse”.
Pero, al no encontrar vigas ni tubos en la celda de castigo, Rosalía se sienta a llorar. El llanto resignado se hace más profundo a medida que se siente atrapada y, finalmente, la duerme. Cuando despierta, la joven de treinta años se da cuenta de una ironía: “La Lata” es de las mismas dimensiones que el baño donde ella solía mantener a sus secuestrados.
“Y pensé: ni modo, ¿no? Ahora te aguantas”.
Lo mejor del rostro de Rosalía es su nariz. Más que sus ojos café oscuro, su cabello lacio y negro, su boca pequeña, sus ciento sesenta y cinco centímetros de altura y su cuerpo robusto, lo que más llama la atención es su tabique muy recto que termina en una bolita ligeramente respingada. No es que Rosalía sea hermosa, pero de ninguna manera es fea. Es, acaso, una mujer promedio, a quien su papá y su mamá convencieron desde niña de que era horrible y de que, si alguien se fijaba en ella, debía ser agradecida y sumisa para no ahuyentarlo.
“Me decían: ‘Cuídate esa nariz, es lo único bonito que tienes. Lo demás está para tirarlo a los perros’”, cuenta Rosalía en el patio de Santa Martha Acatitla, la prisión femenil al oriente de la ciudad de México. Luego de semanas de buscar una conversación con una secuestradora en prisión, ella aceptó platicar a cambio de no mostrar su nombre real, guardar algunos datos de su caso y obtener un permiso especial para regresar tarde a su celda por la entrevista.
Su primera acotación es que nació en 1980 en la colonia Juárez del Distrito Federal, se crió y estudió hasta la secundaria en la Anáhuac, la preparatoria en Tacubaya, y se formó como maestra en la Escuela Normal Superior de México, en la colonia Hacienda del Rosario. En ninguno de esos lugares del Distrito Federal encontró algo o alguien que le ayudara a cambiar la concepción de sí misma. “Yo le creí a mi familia, la verdad, porque novio, novio, pues nunca tuve. Yo creo que es porque tengo la piel fea, ¿no?”.
Se graduó como maestra y le ofrecieron una plaza docente en Guerrero, pero Rosalía se rehusó a dejar a su familia, así que optó por un trabajo como dependienta de una papelería por la zona de Popotla. Ahí, a los veintiocho años, conoció a Hernán, un hombre diez años mayor que ella, de quien se enamoró en dos meses. A los tres meses le pidió matrimonio y como los papás de Rosalía consideraron eso un milagro, aceptaron que el prometido viviera en la casa familiar hasta que ahorraran lo suficiente para la boda.
“Yo estaba feliz, la verdad. Tenía novio, mis papás ya no me decían que me arreglara para conseguir marido. Estaba todo bien, ¿no? Porque se fijó en mí con todo y que estoy gorda, ¿no?”, insiste. Pero su sonrisa se desdibuja al contar los meses siguientes: en agosto de 2008, Hernán y el papá de Rosalía llegaron a casa con un hombre con los ojos vendados y las manos atadas. Con la camisa sangrante. Con una voz temblorosa que suplicaba por su vida. Lo regresarían con vida si su familia pagaba un rescate de cien mil pesos, que terminaron en treinta mil.
“Mi papá luego me dijo que Hernán se estaba echando para atrás con la boda porque no tenía dinero y, pues, mi papá quería nietos míos. Soy hija única, ¿no? Y le dijo que no, que por eso no se preocupara. Y pues se pusieron a hacer maldades”, narra Rosalía, cuya personalidad amable se evapora. “Me acuerdo que lo encerraron en un baño de la casa que no servía, lo esposaron al lavabo y me dijeron que lo cuidara, que no se nos fuera a morir de un infarto”.
“Ese señor se quedó como una semana. Yo le daba de comer y le pasaba unas cobijas. Luego llegó uno más y ya. Eso fue todo. Con los dos fui buena onda, pero la familia del segundo denunció, nos siguieron y nos atraparon en la casa”, reclama. “¿Qué querían, que denunciara a mi papá y a mi casi esposo?”.
Rosalía vuelve a sonreír. Mira satisfecha como quien da a la fiscalía un caso convincente de atenuantes de culpabilidad, pero su boca se tuerce cuando le digo que, según los documentos a los que tuve acceso, Hernán y su papá lideraban una banda a la que se le atribuyen seis plagios, los mismos en los que ella habría participado como cuidadora.
“No es cierto, pero ya da igual: el gobierno no libera secuestradoras. Y yo no encontré valor para matarme. Ni libertad, ni boda, ni nada”, dice Rosalía e inmediatamente las lágrimas se le fugan de nuevo”.
La desesperación la vuelve a carcomer. Pienso que es la expresión que tendría en “La Lata”. Se jala la blusa. Aprieta los labios. Se limpia una lágrima que le mancha el rímel y de repente vuelve a sonreír. “Lo único bueno es que mi mamá fue absuelta porque, cuando se hizo el operativo, ella no estaba en casa y ya es una señora mayor. Lo malo es que hace un año el juez (67 Penal) les dio a mi papá y a Hernán setenta años de prisión a cada uno. A mí también me dieron setenta y aún me faltan unos casos”.
“Pero bueno, ya, no quiero llorar. ¿Entonces crees que mi nariz está bonita?”.
Si la cárcel femenil Santa Martha Acatitla fuera una mujer, sería un cuerpo joven con alma desgastada. El 29 de marzo pasado cumplió su primera década de funcionamiento y sus treinta y cuatro mil metros de área de construcción han empezado a sucumbir sobre el suelo de minas en el que fue construida. Basta pasearse por las oficinas de la cárcel para encontrar paredes resquebrajadas, suelo agrietado y muros ladeados, que forman parte de la evidencia del daño estructural comprobado por el Gobierno del Distrito Federal.
Entre esas murallas tambaleantes viven aproximadamente mil quinientas mujeres, de las cuales entre ciento noventa y doscientas cinco, dependiendo de los ingresos y egresos, están ahí por el delito de secuestro. En broma y en serio, los jueces le llaman a esta prisión “la casa de las secuestradoras”, pues nueve de cada diez mujeres que son presentadas como probables responsables de privación ilegal de la libertad van a parar a Santa Martha Acatitla, donde la construcción en forma de semipanóptico ha logrado que, al menos desde 2009, no haya ni un caso de fuga. Menos del 10% va a la otra prisión femenil: Tepepan, al sur de la capital mexicana. Ninguna otra cárcel tiene un perfil tan delineado para un delito.
“La casa de las secuestradoras” es una morada de claroscuros: por un lado, fue construida con grandes áreas verdes, patios amplios, varios talleres para que las internas aprendan oficios y murales que representan una pequeña válvula de libertad de expresión; por otro lado, están los dormitorios hacinados, los baños rebosantes de orina, el “kilómetro” de celdas con prisioneras conflictivas donde los robos son asunto diario, y “La Lata”, que también llaman “El Manicomio”, donde en agosto de 2012 dos internas intentaron lo que Rosalía: se colgaron, pero fueron rescatadas. En cambio, desde hace cinco años han muerto trece internas y se han decomisado ciento noventa y ocho armas blancas, según informes obtenidos por esta revista,1 para matar o suicidarse.
“Si a ti te secuestraron y te cuidó una mujer, igual y es amiga nuestra”, se burla una interna que se acerca hasta la mesa que compartimos Rosalía y yo. “Es en serio, luego vienen de la (Fiscalía) Antisecuestros en la noche y nos llevan a la casa de arraigo para que nos reconozcan. Así le han salido un chingo de procesos (casos) a muchas; aquí las vienen a buscar, ¿verdad, carnala?”. Cada delito, según la última reforma a la Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro, puede sumar hasta ciento cuarenta años de cárcel por víctima y veinticuatro mil días de salario mínimo como multa.
Rosalía asiente. Le hace una señal para decirle que estamos a punto de terminar. “¿Y sí son amigas entre ustedes, las que están por secuestro?”, les pregunto. Las dos se miran con complicidad. Ríen. “Uuuuuy sí, bien amigas… pero hay inocentes y culpables, ¿no? Amigas somos la Mary, Andrea, la Lorenita, Priscila, la Tomasa… esa era bien canija, le daba a sus chavos (secuestrados) comida echada a perder, pero es buena onda con nosotras”.
“Le digo, aquí estamos. Su pobre casa”, dice Rosalía.
¿Cómo tolera una secuestradora estar privada de su libertad? Rosalía piensa que es una manera que la vida encontró para ponerla en los zapatos de sus víctimas. A veces llora; a veces se enoja; la mayor parte del tiempo corre por su Biblia miniatura y se pierde en los salmos hasta que sus ojos se cansan tanto que caen pesados como plomo.
Sus demás compañeras de “la casa de las secuestradoras” tienen otras maneras de lidiar con el encierro: unas fuman marihuana hasta que se les adormece el recuerdo; otras se embriagan con un pulque hediondo de frutas fermentadas que roban de la cocina; y, algunas, acuden a los talleres para hacer artesanías, venderlas en los días de visita y así pagar, poco a poco, la sanción económica de sus plagios.
“Es muy fuerte, porque hasta que estás acá entiendes lo que le haces a la gente. Yo sabía que era malo, ¿no? Pero yo nunca hubiera planeado algo así. Un día llegaron con el señor ése y me tocó hacerle su pollo, su arroz, su agua. No pude negarme”.
“Cuando estaba en ‘La Lata’, la verdad, las ganas de matarme se me fueron cuando entendí que el baño de mi casa era de ese tamaño y que así como yo me sentía en ese momento, sin saber si iba a volver a ver la luz del día, se sentían ellos. Y ahí dije ‘Dios, es una prueba, la voy a tolerar porque tú sabes lo que he hecho’. Y acá estoy. La diferencia es que ese señor se fue a los días de mi casa y yo aquí me voy a quedar hasta que me haga vieja”.
Esa mañana o tarde o noche, después de su intento fallido de suicidio, Rosalía recuerda que esperó a que pasaran horas o días hasta que una técnica penitenciaria la “desenlatara”. Luego, con el espíritu hecho añicos, volvió a su celda “G”, a los piojos, a la humedad, al salitre, al baño insalubre, al piso coloreado por las toallas sanitarias improvisadas y a que ahora le quisieran robar su lápiz labial.
Regresó a que alguien le ofreciera comida sobre la que no puede opinar, como ella hacía a sus plagiados; a que la comunicación con sus familiares sea sólo cuando sus celadores le permiten, como ella hacía; a que le digan cuándo debe dormir y cuándo despertarse, como ella hacía; a añorar la libertad, como hacían los que, detrás del paño que les cubría los ojos, escuchaban sus pasos.
“Ya perdí mi hogar y mi familia”, dice Rosalía a manera de despedida. “Ahora ésta es mi casa y encontré otra familia”. Sonríe. Su nariz respingada se arruga. Se despide con un beso y da la vuelta. A lo lejos, su figura se pierde cuando atraviesa el patio, un pasillo de concreto y una pesada reja blanca se cierra detrás de ella.
Pienso que si le alcanza la vida, esa puerta se abrirá a la libertad cuando Rosalía tenga noventa y ocho años. Mientras tanto, el cerrojo guardará celosamente a las secuestradoras y la “casa” y “La Lata” que habitan.
**1 Informes de incidencias carcelarias (fugas, homicidios, suicidios, riñas, decomisos de arma de fuego, decomiso de arma blanca, decomiso de marihuana…) obtenidos vía la Ley de Transparencia. El apartado de Santa Martha es el que se utilizó para el texto.
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