El Acoso Sexual de la Antártida, Las Historias de Terror que Crean sus Investigadores
5 Abr. 2024
-
Jane Willenbring fue la primera en denunciar el acoso y las agresiones sexuales en la Antártida. Años después, las mujeres siguen presentando historias de terror mientras se desarrolla una investigación por parte de las autoridades gubernamentales.
Redacción /CAMBIO22
El problema de la Antártida comenzó en Boston, Estados Unidos. Era agosto de 1999 y la geóloga de Stanford Jane Willenbring era entonces una joven de 22 años que se describía a sí misma como “pueblerina”. Acababa de llegar para empezar su maestría en Ciencias de la Tierra en la Universidad de Boston (BU, como se le conoce y abrevia en inglés). Como alumna con una beca obtenida por su destreza tocando el oboe en la Universidad Estatal de Dakota del Norte, estudió los fósiles de escarabajos encontrados en la Antártida y aprendió cómo, hace millones de años, el continente actualmente congelado se llenó una vez de lagos de agua dulce. “Eso no es muy diferente de las condiciones que cabría esperar en el futuro”, comparte. Quería explorar esta ciencia fundamental. “Parecía muy importante para el futuro cambio climático global”, comenta.
De todos los geólogos, pocos gozaban de más renombre que aquel con el que Willenbring había ido a Boston a estudiar: David Marchant, de 37 años. Era un desaliñado profesor de la BU y una estrella del estudio de las rocas. Formaba parte de un grupo de investigación que reescribió la historia de la Antártida al descubrir pruebas de ceniza volcánica, que demostraban que el continente había permanecido estable durante millones de años y no era tan propenso a los ciclos de calentamiento y enfriamiento como muchos pensaban. En honor a sus logros, la Junta sobre Nombres Geográficos de EE UU (Board on Geographic Names) aprobó asignarle el suyo a un glaciar situado al suroeste de la base McMurdo, la principal estación de investigación de la Antártida.
Willenbring cuenta que Marchant había insistido en recogerla en el aeropuerto, una oferta que a ella le pareció amable pero extraña. La situación se volvió más rara cuando la hizo sentirse mal por su gesto, que ella no había pedido. “Me estoy perdiendo un partido de los Red Sox”, recuerda que le dijo. “Deberías haber elegido un momento mejor para volar”. Le preguntó si tenía novio, con qué frecuencia lo veía y si conocía a alguien en Boston o estaría sola. Unos meses más tarde, se iría con él en un viaje de investigación a la Antártida y a la región con su gran trozo de hielo homónimo. “Era casi como una frase para ligar”, rememora, “Tengo un glaciar”.
Pero fue lo que ocurrió a la sombra del glaciar lo que llevó a Willenbring a enfrentarse a Marchant y a convertirse en la primera en exponer los horrores que afrontan las mujeres en el fin del mundo. Un informe publicado en agosto de 2022 por la Fundación Nacional de Ciencias de EE UU (NSF, por sus siglas en inglés) , principal organismo que financia la investigación en la Antártida, reveló que el 59% de las mujeres de McMurdo y otras estaciones de campo administradas por el Programa Antártico de EE UU afirmaron haber sufrido acoso o agresiones sexuales. Un empleador central, Leidos, tiene un contrato gubernamental de 2,300 millones de dólares para gestionar los lugares de trabajo en el hielo. Una mujer denunció que un supervisor le había golpeado la cabeza contra un armario metálico y después la había agredido sexualmente. Britt Barquist, exencargada de combustible en McMurdo, asegura que la habían obligado a trabajar junto a un supervisor que la acosaba sexualmente. “Lo verdaderamente traumático fue decirle a la gente: ‘Tengo miedo de esta persona’”, señala, “y a nadie le importó”.
Con una investigación del Congreso de Estados Unidos en curso, Willenbring comparte por primera vez su historia completa con la esperanza de inspirar a otras personas a presentarse y reclamar la justicia que merecen desde hace tiempo. Pero incluso ahora, décadas después de que se subiera por primera vez al automóvil de Marchant, no puede evitar preguntarse cómo y por qué ocurrió aquella pesadilla en primer lugar. “Nunca oyes un panel de mujeres en la ciencia en el que la gente hable de cosas como yo”, asevera, “porque son lo bastante listas como para salir corriendo”.
En noviembre de 1999, Willenbring voló a Nueva Zelanda y subió al enorme avión militar dispuesto por la NSF para el vuelo de ocho horas a la base McMurdo. Se dirigía allí con Marchant y otro estudiante de posgrado, Adam Lewis, en su primer viaje al continente. Recogerían muestras de una meseta donde los glaciares habían drenado el hielo. Esto les ayudaría a comprender en qué momento se habían erosionado los glaciares y permitiría entender futuros escenarios de cambio climático. “Tenía muchas ganas de ir a la Antártida, hacer excursiones, cavar agujeros, recolectar muestras. Ese tipo de cosas”, relata.
Willenbring no tardó mucho en darse cuenta de que le aguardaban retos inesperados. El avión no tenía baño privado. En su lugar, en la parte de atrás, había básicamente un balde parcialmente oculto por una cortina que no llegaba al suelo. “Esto está bien para los chicos, porque se quedan de pie y orinan en la cubeta”, explica Willenbring. “Pero yo tenía que sujetarme los pantalones y se me veía el trasero”. En otras ocasiones las mujeres recurrían a “embudos para orinar”, según supo más tarde, pero nadie había pedido uno para ella. Marchant le confesó que decidió no encargar uno, recuerda, porque le parecía “asqueroso que las mujeres estén de pie mientras orinan”.
Como novata “en el hielo”, como decían los lugareños, Willenbring tuvo que completar el campamento de supervivencia antes de salir al terreno. Destacó haciendo fuego en la nieve, atando los nudos correctos para asegurar una tienda de campaña y construyendo un iglú, en el que tuvo que dormir una noche. Había otro novato en el grupo de Boston que contaba incluso con menos experiencia que Willenbring, y desde luego estaba menos calificado: Jeffrey Marchant. Para su sorpresa, David Marchant había llevado a su hermano mayor. Jeffrey no era científico, sino profesor auxiliar de investigación en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tufts. Le parecía indignante que Marchant perturbara así su trabajo. Pero él se rió cuando ella le preguntó, y le dijo que llamara a su hermano por su apodo en la práctica: Ken Tonka. El nombre había surgido cuando el grupo jugaba al “nombre de estrella del porno”, que consistía en emparejar el segundo nombre de un miembro del equipo con su juguete favorito de la infancia. Pero recuerda que Marchant le explicó que “Tonka” también era “porque su pene era como un camión Tonka”.
Los cuatro (los hermanos Marchant, Willenbring y Adam Lewis) viajaron en helicóptero más de 110 kilómetros hasta la desolada región de los Valles Secos, donde pasarían semanas investigando. La mayoría de los científicos de campo vuelan ocasionalmente, pero Marchant le había dicho a Willenbring que creía que había que soportar el frío glacial: sin duchas, sin baños y, como ella descubrió, sin intimidad. “Se veía a sí mismo como la segunda versión de Ernest Shackleton”, recuerda Lewis, hasta el punto de que Marchant pidió que le llamaran por el apodo de Shack.
Marchant no parecía tener paciencia con nadie que le retrasara, sobre todo con las mujeres. Lewis le contó a Willenbring que, en una expedición anterior, Marchant había hostigado a una profesora de instituto, Hillary Tulley, que se había unido a ellos para participar en su trabajo. En uno de los primeros días del grupo allí, “subió la ladera de una montaña lo más rápido que pudo sin otro motivo que cansar a Hillary”, menciona Lewis (y Tulley lo confirma). “Le decía cosas como: ‘No vas a conseguirlo. Nos estás atrasando, Hillary. Ni siquiera sé por qué demonios estás aquí’”. Tulley se acuerda de que “fue un gran desastre desde el principio… No todo fue bueno”.
Cuando hacían una pausa para hablar a mitad del trayecto, “Marchant siempre se detenía en donde hubiera una roca grande para pararse sobre ella y parecer el más alto”, señala Tulley. “Un día me puse primero sobre la roca y por la forma en que me miró… pensé que era tan fácil provocar a este tipo. Para establecer el dominio”.
Willenbring tenía sus propios problemas. Marchant había llevado tres tiendas para los cuatro. Le indicó que la compartiría con su hermano. “¿Por qué no te quedas con tu hermano?”, le preguntó a Marchant. “Porque le gustas a Jeff”, le contestó él, sugestivamente. (Jeffrey Marchant declinó hacer comentarios para este artículo).
Mientras pasaban los días excavando en busca de ceniza volcánica y recogiendo cuidadosamente muestras de sedimentos y rocas que hallaban en el hielo glacial, Marchant le hablaba bien de su hermano a Willenbring. Le comentó que Jeffrey tocaba el oboe, igual que ella, y le preguntó si ya le había visto el pene. Lo había visto. A veces ella estaba durmiendo en su tienda cuando le oía despertarse y le encontraba de pie, meando en una botella con una erección.
Por muy disgustada y nerviosa que esto pusiera a Willenbring, también sintió miedo de enfrentarse a Marchant. Como cualquier estudiante de posgrado, necesitaba la aprobación y el apoyo de su asesor para avanzar en su área: aprobar una tesis, recibir una recomendación, conseguir referencias para un trabajo. “Sin duda, él tenía el poder”, destaca. Willenbring aguantó.
Pero conforme pasaba el tiempo y el sol polar les iluminaba las veinticuatro horas del día, la misión de investigación de Willenbring se volvió cada vez más oscura. Algunas ocasiones, Marchant les hizo caminar durante 13 horas mientras recolectaban muestras. Durante las largas travesías por las implacables rocas, Willenbring temía que se encontraran con una tormenta de hielo, o que pasaran tanto tiempo sin tomar un refrigerio que Lewis, que era diabético, entrara en shock hipoglucémico. (Lewis comenta que empacó muchos snacks para evitar ese riesgo).
Marchant intentaba dirigirlos como un campo de entrenamiento. “Nos ponía a todos a hacer flexiones. Ya sabes, ‘¡Dame 50!’”, menciona Lewis sobre una ocasión por lo menos. Las pocas veces que Lewis se atrevió a hablar, advirtiendo a Marchant de que podría estarse excediendo, cuenta que este se rió de él.
Aunque Willenbring hubiera reunido el valor necesario para pedir ayuda, solo había una forma de hacerlo. El grupo disponía de una radio que utilizaban para llamar a la base y enviar un mensaje diario de comprobación, alertando al personal de que estaban a salvo. Pero, aclara Willenbring, Marchant nunca dejó de tener el control. Cada mañana se comunicaba con McMurdo: “Cuatro almas en el campamento y todo va bien”.
La sensación de soledad de Willenbring fue en aumento. Entonces, un día, mientras excavaba por su cuenta en el sedimento de grava, entre la arenisca y la dolerita, encontró un trozo grande de granito. “Fue una casualidad”, expresa. “Era algo nuevo”. La presencia de granito sugería un giro inesperado en el registro histórico y en las suposiciones sobre el momento en que el hielo había depositado sedimentos en ese lugar. Pero cuando le enseñó a Marchant las muestras irregulares y oscuras, él la trató como “una zorra tonta de mierda”, se acuerda. “Fue como: ‘Es que no puedo ganar’”.
Por muy indignada y enfadada que se sintiera, Willenbring sabía que sus hallazgos eran valiosos, dijera lo que dijera Marchant. Estaba claro que menospreciarla se había convertido en un deporte para él, independientemente de las circunstancias. La reprendía por llevar equipo pesado y por no cargar con él. A veces era demasiado y ella se venía abajo. “Odiaba que llorara”, cuenta. “Se reía y luego se enfadaba conmigo por llorar. Simplemente era el colmo para fastidiarme”.
Un día, Marchant le pidió que mirara de cerca una muestra de sedimento que sostenía en una pequeña cuchara doblada, y después le sopló los fragmentos cristalinos en los ojos. En otra ocasión, relata, la agarró por la mochila y la empujó por una cuesta de grava suelta que ella intentaba subir con dificultad. Decidió que se defendería si era necesario. Ya le había comentado que era cinturón negro de taekwondo. “No sé cómo expresarlo para no parecer una psicópata”, me confiesa, “pero si la situación se hubiera puesto muy fea, le habría pegado con las manos o le habría golpeado en la cara con una pala”.
Marchant no cedió. La empujó y se burló de ella. Ella fantaseaba con darle un puñetazo en la nariz. A mediados de la temporada de excursión, empezó a lanzarle piedras cada vez que la descubría orinando, lo que le resultaba sencillo porque no había arbustos ni árboles. Willenbring comenzó a beber menos agua para no tener que ir al baño. Contrajo una infección en la vejiga. Se agravó tanto que orinó sangre. Cuando se lo contó a Marchant, este le aconsejó que bebiera jugo de arándanos. A pesar de todo, Marchant llamaba por radio todos los días y daba el visto bueno a la base. “Cuatro almas en el campamento”, decía, “y todo va bien”.
Después de que el equipo regresara a Boston, un miembro de la facultad le pidió a Willenbring que escribiera una carta de recomendación para la titularidad de Marchant. Ella sintió que no tenía elección, así que lo hizo. Recuerda que él le había dejado claro que no debía hablar de su época en el campamento, que si lo hacía la tacharían de mentirosa. En otras palabras, ella creyó que Marchant era capaz de arruinar su carrera.
Cuando él intentó reclutar a Willenbring para hacerle novatadas a una estudiante más joven y denigrar su trabajo, ella se negó. Pero el estrés le estaba pasando factura. “Intentaba reprimirlo mucho, mucho”, me comparte. “Intentas no pensar en ello, en que está ahí. Si no, te vuelve loca”. Después de más de dos años en la BU, Willenbring se marchó con su título de maestría.
Se mudó a Halifax, Nueva Escocia, para hacer un doctorado en Ciencias de la Tierra en la Universidad Dalhousie. Al terminar, consiguió un codiciado puesto de profesora adjunta en el Departamento de Ciencias de la Tierra y Medioambientales de la Universidad de Pensilvania. Fue un momento de alegría, la gran recompensa tras muchos años difíciles. Pero Willenbring señala que volvieron los malos tratos. Relata que sus colegas varones hicieron comentarios degradantes: sobre su ropa, sus pezones, que estaba demasiado gorda para caber detrás de los pupitres de los seminarios (estaba embarazada).
Un día, cuando su hija tenía tres años, Willenbring se quedó sin guardería y la llevó al laboratorio. La acomodó en una sala de observación con una ventana para que la niña pudiera contemplar su labor. Willenbring entró en la sala contigua y la saludó mientras se ponía una bata blanca y unas gafas. Por primera vez, su hija pareció comprender que su madre era una científica de verdad. “¡Quiero ser científica como tú!”, exclamó.
Willenbring reaccionó estallando en lágrimas. “Me la imaginaba pasando por lo mismo que yo”, confiesa. “A veces las mamás lloramos de felicidad”, le dijo a su hija cuando le preguntó por qué lloraba, tratando de tranquilizarla, aunque se sentía como una mentira, “porque me hace muy feliz que quieras ser científica”.
Aquella noche, Willenbring volvió a casa con una misión. Decidió que había llegado el momento de denunciar. Abrió la laptop y redactó un borrador contra David Marchant. Pero entonces se asustó. No tenía la titularidad. Su carrera académica seguía siendo incierta. Abandonó el texto.
Unos meses más tarde, en 2016, Willenbring se trasladó con su hija al otro lado del país para convertirse en profesora del Instituto Scripps de Oceanografía de la Universidad de California en San Diego. Habían pasado casi dos décadas desde que logró escapar de su época con Marchant en el hielo, pero sus experiencias la dejaron dañada tanto psicológica como físicamente. (Ha luchado contra problemas de vejiga desde aquella infección en el campamento). También arrastraba un intenso sentimiento de vergüenza por no haber hablado, de una forma u otra, a pesar del miedo que experimentó entonces. Le indignaba imaginarse a Marchant acosando impunemente a otras estudiantes. Pero ahora, en su nuevo trabajo, por fin tenía un puesto fijo.
En octubre de ese año, Willenbring presentó una denuncia contra Marchant conforme al Título IX que se encarga de la discriminación por género. Cuando los funcionarios de la Universidad de Boston le aseguraron que investigarían el asunto, se sintió esperanzada. “En realidad pensé que se alegrarían de saberlo”, resalta, “porque qué horrible responsabilidad tener a este tipo como profesor”.
David Marchant no respondió a la solicitud de comentarios de WIRED.
Tras la denuncia de Willenbring, otras dos mujeres se unieron a la acción: “Deborah Doe”, que declaró que Marchant la había llamado “puta” y “zorra”, además de amenazar el financiamiento de su doctorado (quedó tan traumatizada que abandonó la enseñanza superior), y Hillary Tulley, la profesora de instituto del viaje anterior con Marchant. “Sus burlas, comentarios denigrantes sobre mi cuerpo, mi cerebro y mis insuficiencias en general, no terminaban nunca”, destacó Tulley.
Por aquel entonces, el movimiento “Me Too” estaba cobrando impulso. Estalló el escándalo de abusos sexuales de Harvey Weinstein, y el monstruoso comportamiento en la Antártida se hizo viral. Samantha Bee aludió a ello en su programa Full Frontal, comentando que “ni siquiera puedes ir a la parte más remota del planeta sin que algún tipo agite su frío y arrugado pene en tu dirección”.Para Willenbring supuso una catarsis, pero también nuevos retos, empezando por la amenaza de muerte que encontró escrita en la puerta de su despacho.
En noviembre de 2017, la universidad concluyó su investigación y determinó que Marchant había acosado sexualmente a Willenbring y que el caso justificaba el inicio de un procedimiento de despido. Marchant apeló y un grupo de profesores recomendó que simplemente se le suspendiera durante tres años sin sueldo. Después de eso, era libre de volver. Parecía que, a pesar del esfuerzo de Willenbring, había que hacer más para que por fin se hiciera justicia y se revelaran los horrores ocurridos en el fin del mundo. Tres meses después, eso fue exactamente lo que ocurrió.
En febrero de 2018, el sitio de noticias medioambientales Grist publicó un relato de cinco mujeres que denunciaron acoso y coerción sexual, así como hostigamiento en el viaje inaugural de Homeward Bound, un programa de desarrollo de liderazgo en la Antártida para mujeres en los campos de la ciencia y la tecnología. Una de ellas declaró que se había despertado junto a un integrante de la tripulación desnudo sin “recordar nada de lo ocurrido”.
Fundado por Fabian Dattner, experto australiano en liderazgo, el proyecto tenía un lema: “La Madre Naturaleza necesita a sus hijas”. Setenta y seis mujeres habían pagado unos 15,000 dólares cada una por el viaje de tres semanas, que incluía talleres en el barco y visitas científicas a la Antártida, donde las participantes centraron su investigación. La socióloga Meredith Nash, de la Universidad de Tasmania, subió a la embarcación como investigadora con el fin de analizar los programas de liderazgo para las mujeres en ciencia y tecnología. Lo que descubrió en la expedición la dejó estupefacta.
Una noche en el barco, Nash, originaria de Chicago, con los brazos tatuados, la cabeza rapada y un mechón de pelo rubio, asistió a una fiesta grupal que rápidamente se convirtió en una juerga de borrachos, en la que el capitán usaba un vestido y otro miembro de la tripulación era llevado de un lado a otro con una correa. Nash nos cuenta que existe “una antigua tradición antártica de que los hombres se vistan de mujer”. Un representante de Homeward Bound indicó que “en cada viaje, a mitad del trayecto, celebramos una fiesta de disfraces a la que se unen y participan todas las mujeres”.
Nash, como parte de su estudio, había recopilado diarios en video de las mujeres del viaje. Estaba revisándolos de vuelta en Tasmania cuando encontró uno de una mujer llorando en el comedor del barco porque un miembro de la tripulación, según ella, acababa de seguirla hasta su habitación e intentó mantener la puerta abierta y entrar sin su permiso. Nash, horrorizada, envió un email y después llamó a la mujer para ver si estaba bien. “Me contestó que ya había hablado con el profesorado sobre lo ocurrido”, señala, “y eso fue todo”.
La chica del video era Nicole Hellessey, estudiante de doctorado de la Universidad de Tasmania que se había unido al programa Homeward Bound para relacionarse con otras mujeres científicas. Al recordar el incidente, Hellessey manifiesta que avisó a los miembros del profesorado del viaje cuando aún estaba a bordo, pero nadie hizo un seguimiento ni se puso en contacto con ella antes o después de la llamada telefónica de Nash. “Me enfrenté sola a ese trauma”, subraya. Pro su parte, Homeward Bound asegura que “si los participantes planteaban alguna preocupación… esta información se compartía con el equipo directivo”.
“Se trataba de un viaje para que las mujeres fueran a la Antártida y rompieran las fronteras y, en cambio, los pocos hombres que había a bordo hicieron que esta experiencia se sintiera como un microcosmos del mundo real”, añade Hellessey. “Me sentí insegura, y lo que me ocurrió me trajo de vuelta a la realidad”.
Según Dattner, dos miembros de la tripulación perdieron su empleo tras el viaje. Después de la expedición, muchas de las mujeres enviaron a los organizadores de Homeward Bound una lista de recomendaciones, que incluía la elaboración de un código ético y el cierre del bar a medianoche. Aproximadamente una cuarta parte de las participantes pensaron que la lista no iba lo suficientemente lejos, y enviaron una segunda carta instando al programa a que, entre otras medidas, contratara a un psicólogo clínico independiente y fomentara un entorno libre de lenguaje ofensivo e intimidatorio.
“En el primer viaje se cometieron muchos errores que algunas de nosotras luchamos mucho por remediar para futuras expediciones”, declara Sea Rotmann, quien formó parte del viaje Homeward Bound. El programa puso en práctica algunas de las ideas y docenas de otras para mejorar la seguridad.
En 2018, una revista neozelandesa había informado sobre las acusaciones de abusos y acoso cuando los abogados que representaban a Homeward Bound amenazaron a la publicación con la posibilidad de interponer una demanda. Al carecer de recursos económicos para hacer frente al litigio, la revista suspendió el reportaje.
Asombrada por lo que había ocurrido en la expedición a la Antártida, Nash siguió investigando. Continuó entrevistando y reunió encuestas de más de 150 mujeres científicas sobre el trato al que se enfrentaban mientras realizaban trabajo de campo a distancia en la Antártida. El 63% de ellas manifestaron haber sufrido acoso y cerca de la mitad indicaron que nunca habían hablado de lo sucedido. El acoso iba desde la violencia física a las microagresiones: “Supervisores de doctorado que retenían datos”, asevera Nash, “o que daban preferencia a los integrantes varones de un equipo de investigación sobre las mujeres”.
En 2020, la División Antártica Australiana (AAD, por sus siglas en inglés) le encargó que dirigiera una evaluación, financiada por el gobierno, de la diversidad, la equidad y la inclusión en sus programas. “Cuando comencé”, me cuenta, “uno de los momentos que más miedo me dio fue cuando una de las personas con las que trabajaba me dijo: ‘¿Ves a ese tipo de ahí? Violó a esa mujer de allí hace 10 años en la base’”.
Durante los casi dos años que trabajó en esa investigación, Nash se enteró de incidentes generalizados de acoso y agresión. El dominio de los hombres expedicionarios en la región y el aislamiento del crudo ambiente lo hacían aún más insidioso. “Las mujeres tienen que trabajar en el campamento con sus agresores durante semanas porque, sencillamente, no pueden marcharse”, como ella destaca. En la primavera de 2021, sugirió al director de la AAD, Kim Ellis, que iniciara inmediatamente una averiguación más específica sobre las conductas sexuales inapropiadas.
Eso no sucedió, pero Ellis cuenta que se reunió mensualmente con Nash y puso en práctica muchas de sus otras recomendaciones, como contratar a tres mujeres para puestos dentro del equipo directivo, que antes estaba compuesto exclusivamente por hombres, proporcionar productos sanitarios para la menstruación en todos los cuartos de baño de las oficinas de la división Antártica y mejorar la capacitación sobre comportamientos sexuales indebidos.
Nash sostiene que queda mucho por hacer. Y eso empieza por que más mujeres hablen. “La única razón por la que sabemos lo de David Marchant es porque Jane Willenbring tuvo el valor de hablar de sus experiencias”.
El 12 de abril de 2019, la Universidad de Boston despidió finalmente a David Marchant por acosar sexualmente a Willenbring; aunque la universidad declaró que no podía corroborar sus denuncias de abusos físicos y psicológicos. Marchant hizo pública una declaración, que la revista Science citó asegurando que “nunca” había acosado sexualmente a nadie, “ni en 1998 ni en 1999 en la Antártida ni en ningún momento desde entonces”. Pero gracias a Willenbring, se corrió la voz.
Conmocionada por este escándalo, la NSF encargó un estudio externo sobre el acoso y las agresiones sexuales en las instalaciones de investigación de la Antártida. El extenso informe, hecho público en agosto de 2022, contenía acusaciones estremecedoras de agresión y hostigamiento. Britt Barquist, exencargada de combustible, trabajaba subcontratada en McMurdo por una empresa que actualmente se llama Amentum. Supervisaba a un equipo de unas 20 personas que realizaban el peligroso trabajo de manipular y limpiar depósitos de diesel y gasolina. Un día de finales de noviembre de 2017, me comparte, estaba sentada a la mesa junto a un hombre que ocupaba un alto cargo en Leidos, la compañía que administraba las estaciones de investigación de la Antártida. Dirigía una sesión informativa para el personal cuando este la manoseó a plena vista.
Cuando habló de ello con su supervisor, este le respondió que él mismo había presenciado parte del incidente. Su jefe lo denunció al departamento de recursos humanos de Amentum. “Le dije a RR HH que no quería volver a estar en ningún sitio cerca de él. Esta persona me da miedo”, cuenta Barquist, “y me contestaron: ‘Okay’”.
Pero en 2020, durante otro periodo de trabajo con el contratista de McMurdo, le comunicaron que asistiría a reuniones virtuales semanales con ese mismo alto directivo. Barquist, que necesitaba el trabajo, le restó importancia. “Era simplemente repugnante y horrible tener que mirarlo a la cara y escucharlo”, relata, “ver cómo lo trataban como a un tipo normal, cuando en mi cabeza pensaba: ‘Este hombre es un depredador. ¿Por qué todos actúan como si fuera una persona normal?’”.
Al año siguiente, hacia el final de casi tres semanas de cuarentena por covid con una tripulación en Nueva Zelanda, había revisado el manifiesto de un próximo vuelo a la Antártida y vio el nombre del alto ejecutivo en él. Cuando llamó a su departamento de Recursos Humanos a través de una conexión defectuosa para quejarse, se encontró con la obstinación de dos oficiales, uno de los cuales se había presentado como defensor de las víctimas.
“Les dije que seguía sin querer estar cerca de este hombre”, me cuenta, “pero me respondieron: ‘Entonces, ¿cómo sugieres que lo afrontemos?’”. Barquist se estremece al recordar la conversación con las dos mujeres de su compañía empleadora. “Pensé que iban a estar de mi parte”, resalta. En lugar de eso, no dejaban de presionarla sobre el miedo que sentía de estar cerca de él.
“Al final respondí: ‘Sí’”, indica, “¡me siento insegura estando sola en una habitación con él!”. Entonces se cortó la señal y nunca consiguió volver a contactar con ellos, cuenta. Barquist voló de vuelta a la Antártida, donde intentó evitar al alto directivo. Pero como la seguridad de su equipo dependía de que se comunicara con él casi a diario, acabó cediendo.
Amentum no quiso responder a preguntas concretas sobre el caso de Barquist, pero sí señaló que la compañía tenía “tolerancia cero con el acoso” y que, una vez informada de una acusación, “coopera con las solicitudes de investigación y, cuando procede, lleva a cabo su propia averiguación interna”. Leidos, por su parte, declaró que tiene “tolerancia cero con este tipo de comportamiento”.
Jennifer Sorensen, encargada de la comida y conserje en McMurdo, sintió desde el principio que había llegado a una isla de hombres. Las mujeres, intuyó, “no iban a ser vistas necesariamente como humanas”. Sorensen entabló lo que los lugareños llaman una “relación de hielo” con un hombre mientras trabajaban juntos. Pero el día después de Navidad, relata, su “novio de hielo” la violó. Dos años después, lo denunció a un especialista en comunicaciones de Leidos, así como al departamento de Recursos Humanos y al presidente de GHG, la empresa que contrató al individuo. Se quedó atónita cuando, tras una investigación de cuatro días, GHG le informó que no se había tratado de una agresión. En su lugar, un ejecutivo de dicha compañía le notificó que “hemos llegado a la conclusión de que se cometió un incidente sexual que te produjo sentimientos de humillación y extrema incomodidad”.
La compañía le explicó que se trataba de acoso sexual, lo que significaba que lo máximo que se podía hacer era que GHG no volviera a contratar a su presunto violador. “Me sentí como en un extraño juego del teléfono, en el que yo decía la verdad, y luego ellos intentaban repetírmela aclarando: ‘No, no es eso en absoluto’”. Finalmente GHG no consideró este incidente como una infracción del Código Polar de Conducta de la NSF.
Después de que la NSF publicara su informe de agosto de 2022 sobre acoso y agresiones sexuales en McMurdo y las demás bases estadounidenses en la Antártida, Leidos presentó una declaración ante el Congreso de EE UU en la que afirmaba que no había recibido “ninguna denuncia” de agresión sexual en los últimos cinco años. “O están mintiendo descaradamente”, comenta Barquist, “o de algún modo meten lo que me ocurrió en algún extraño apartado de ‘no agresión sexual’”. En el marco de una investigación realizada en 2023 por Associated Press, se presentaron otras mujeres, entre ellas una que alegó haber sido asfixiada y agredida por un colega en McMurdo en noviembre de 2022; posteriormente, el acusado fue declarado inocente en un proceso con jurado. Las mujeres de la base formaron un grupo, “Ice Allies”, para apoyarse y sensibilizarse mutuamente.
En una declaración a WIRED, la NSF manifiesta que “lleva muchos años enfrentándose a este reto” y que el informe impulsó a la agencia “a tomar medidas rápidas y deliberadas” para mejorar la seguridad y la cultura de las bases de investigación de la Antártida. Según un representante, “estas son solo nuestras medidas iniciales en la Antártida. Seguiremos efectuando cambios como parte de un esfuerzo continuo para atender las necesidades de la comunidad”.
Dos meses después de que saliera a la luz el informe de la NSF, el Gobierno de Australia finalmente hizo público el estudio de Nash, aunque solo reveló siete de sus 42 páginas y editó los relatos de determinadas personas. Tanya Plibersek, ministra de Medio Ambiente y Recursos Hídricos de Australia, cuya oficina supervisa en parte los programas antárticos del país, comentó que estaba “anonadada” por lo que había leído. “No hay lugar para el acoso sexual o el comportamiento inapropiado en ningún centro de trabajo”, señaló. Kim Ellis, director de la AAD, emitió un comunicado en el que se mostraba “profundamente preocupado” y “aceptaba todas las recomendaciones”.
Sin embargo, el informe de Nash apuntaba a un problema mayor: la falta de confianza. Las mujeres consideraban que la gerencia del programa carecía de los “conocimientos profundos” necesarios para tomar medidas significativas, y dudaban de la capacidad de los responsables de Recursos Humanos para gestionar adecuadamente las quejas formales. Tres meses después, Ellis anunció su renuncia.
El trabajo de Nash también impulsó a los dirigentes australianos de la Antártida a encomendar una evaluación más exhaustiva. Publicada en la primavera de 2023, incluía una encuesta a casi 250 personas y descubrió que “un número considerable de participantes no cree” que la AAD “sea psicológicamente segura, y que existen consecuencias negativas por alzar la voz”. La división afirma que desde entonces ha incrementado sus programas de capacitación de líderes.
Sin embargo, al igual que en Estados Unidos, el problema no ha desaparecido. A finales de 2023, un sondeo filtrado sobre las mujeres del programa australiano para la Antártida reveló que casi un tercio de las encuestadas declararon haber visto o sufrido intimidación o acoso en los dos meses anteriores, pero que tenían miedo de hablar de ello. “La razón por la que las mujeres no quieren hablar”, resalta Nash, “es porque han sido manipuladas todo este tiempo, en el que todos les dicen: ‘No ocurrió. No quiero oírlo. No te creo’”.
Desde entonces, la NSF anunció cambios en McMurdo, entre ellos la prohibición de la venta de alcohol en el pub Gallagher’s y el nombramiento de una mujer como asistente especial del director de la NSF, centrada en la prevención y respuesta a las agresiones y el acoso sexuales. Leidos comunicó a un comité del Congreso de EE UU que exigiría más permisos de seguridad a quienes manejaran llaves maestras que abrieran varios dormitorios y que instalaría mirillas para que las personas que estuvieran dentro vieran quién estaba en la puerta. La compañía también prometió dar a los equipos de campo teléfonos por satélite adicionales, como los que pudo haber utilizado Willenbring cuando estaba atrapada con Marchant. “Nos tomamos muy en serio las acusaciones de acoso y agresión sexual”, declaró un representante de Leidos a WIRED en un comunicado. “También aplicamos estrictamente nuestras políticas que prohíben las represalias contra los empleados que plantean sus preocupaciones. En Leidos, aspiramos a un entorno seguro y respetuoso para todos”. Sin embargo, hasta hace poco, la persona que Barquist denunció haberla acosado seguía siendo parte de la empresa.
Zoe Lofgren, miembro de mayor rango de la Comisión de Ciencia, Espacio y Tecnología de la Cámara de Representantes de EE UU, que está llevando a cabo la investigación del Congreso sobre Leidos y la NSF, señala que esta lentitud nunca debería tener lugar. “Leidos ha mantenido una ignorancia voluntaria de la situación”.
Willenbring considera que la respuesta de la NSF y otros organismos ha sido, en el mejor de los casos, lenta. Tuvieron que pasar seis años desde que presentó su queja ante la Universidad de Boston para que la NSF propusiera soluciones. Con otras dos docenas de países, entre ellos Rusia, Reino Unido y Brasil, que tienen por lo menos una base en la Antártida, es probable que solo sea cuestión de tiempo para que surjan más historias. Únicamente otros dos países disponen de directrices para denunciar las agresiones sexuales y el acoso en sus programas. Muchas naciones con presencia en la Antártida carecen por completo de leyes sobre el acoso laboral. Como resalta Nash, algunos de esos otros países “tendrán que pasar por su propio momento de ajuste de cuentas”.
En noviembre de 2023, otra expedición de Homeward Bound partió hacia la Antártida con docenas de mujeres a bordo. Fabian Dattner, el organizador, me cuenta que se han establecido más de 60 nuevas normas para garantizar un entorno seguro y productivo. Además de la prohibición de que la tripulación se mezcle con los científicos, el viaje cuenta actualmente con un psicólogo y un psiquiatra, y el bar del barco cierra a partir de las 21:30 horas.
El acoso a las científicas en la Antártida tiene otra consecuencia: la obstrucción del trabajo de mujeres como Willenbring, que han dedicado su vida y sus investigaciones a comprender mejor el cambio climático. Queda mucho trabajo por hacer. Un informe publicado online en octubre en la revista Nature Climate Change documentaba una tendencia alarmante. Se prevé que algunas de las aguas que rodean los glaciares de la Antártida se calienten a un ritmo tres veces superior al del siglo anterior. Esto provocará “aumentos generalizados del deshielo de las plataformas, incluso en regiones cruciales para la estabilidad de las capas de hielo”, determinó la investigació. Esto contribuiría a una subida devastadora del nivel del mar, de casi un metro, para 2100.
Un glaciar ya no figura en el mapa: el que lleva el nombre de David Marchant. Dos años después de que Willenbring presentara su denuncia, la Junta sobre Nombres Geográficos de Estados Unidos votó por unanimidad retirar el nombre de Marchant de su preciada masa de hielo. Willenbring publicó la noticia en Twitter junto con el hashtag #MeTooSTEM. El glaciar de 11 kilómetros de largo, que drena las laderas de la Cresta Rampart, se llama ahora Matataua, en honor a una cima montañosa cercana. Se eleva mucho más allá de la base McMurdo, un recordatorio de los hombres que conquistaron el hielo y de las mujeres que lo reclaman antes de que desaparezca.
Fuente : WIRED
redaccionqroo@diariocambio22.mx
ACC