Dos de Octubre No se Olvida: Memorias de Sangre, Silencio e Impunidad en Tlatelolco
2 Oct. 2025
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A 57 años de la masacre de Tlatelolco, el médico Mario Turati recuerda el horror de aquel día en la Cruz Roja, donde atendió a cientos de jóvenes heridos y vio morir a decenas, mientras militares le ordenaban callar y desaparecer para salvar su vida.
Redacción/CAMBIO 22
TUXTLA GUTIÉRREZ.- El 2 de octubre de 1968, durante el gobierno del presidente priísta Gustavo Díaz Ordaz, uno de los movimientos estudiantiles más potentes de México, terminó en una tragedia sin precedentes: elementos del Ejército Mexicano y del Batallón Olimpia, conocidos como guantes blancos, asesinaron a decenas de personas, cuyos cuerpos terminaron regados sobre la Plaza de las Tres Culturas y en otros puntos cercanos tras intentar escapar de las balas y los golpes.
A 57 años de uno de los genocidios más importantes a nivel internacional, Mario Turati, oftalmólogo de profesión y quien desde hace más de 3 décadas radica en Chiapas, cuenta en entrevista para La Silla Rota, cómo un día normal cambió radicalmente con una orden que les dio un mayor o general que comandaba a uno de los pelotones para frenar a quienes se movilizaban en esa ocasión: “‘Tienes que escapar o te matarán’, me dijo”.

Según él, entre las 2 y 4 de la tarde de ese 2 de octubre comenzaron a llegar personas heridas a la Cruz Roja, donde fungía como jefe de guardia; de hecho, ya tenían alrededor de 200 pacientes, la mayoría jóvenes, regados hasta en el piso y algunos de ellos desangrándose por las heridas de bala e incluso de armas punzocortantes y golpes recibidos. Pero a la Cruz Roja también llegaban casi muertos, como un joven que presentaba una especie de “bazucazo en la cabeza; casi se la arrancan, falleció; nunca había visto una cosa como ésa. Habíamos visto apuñaleados, baleados, pero nunca eso, ¡horrible!”
Pese a ello, no supo cómo se llamaba ese muchacho, o si era estudiante o sólo pasaba por la plaza y le tocó el fuego cruzado y otras agresiones. El llamado daño colateral.
Decir la verdad
Convencido de que ya no es posible guardarse nada sobre este hecho histórico ocurrido en Tlatelolco de la Ciudad de México afirma que por desgracia, durante mucho tiempo no se ha hablado con toda la verdad y, peor aún, la justicia simplemente no llega.
“Porque estábamos como en Afganistán, con muchas carencias, con sólo 120 camas, insuficientes para atender a todos (los heridos)”, menciona Mario, quien en ese entonces tenía 35 años de edad.

Turati acepta que no sólo el mayor del Ejército le pidió callarse, sino que tiempo después, la esposa del expresidente de México, Luis Echeverría Álvarez, también le sugirió no abrir la boca, pues estaría condenado a muerte.
“La conocía porque llegaba a mi consultorio, era mi paciente, una gran mujer, me tenía aprecio… puedo decir que la mejor primera dama que ha tenido nuestro país”. También advierte que ella acudía seguido a la Cruz Roja y al Instituto Nacional de Pediatría para ponerse a las órdenes y cubrir lo que se requiriera, o al menos ser la portavoz ante el mandatario federal para apoyar a quienes lo necesitaran.
Mientras muestra algunas herramientas que utilizaba su padre (finado) cuando era oftalmólogo, Mario destaca que una vez que retornaron a la “normalidad” tras la anuencia de mandos militares, mamás y otras personas llegaban a la Cruz Roja para preguntar si ahí estaban sus hijos, si habían llegado vivos o sin vida. “Estaban desesperados”, ataja.
Lamenta no tener pruebas físicas como imágenes. A pesar de eso, promete al reportero de La Silla Rota buscar la única foto que le quedó de ese 2 de octubre: una donde sale parado y se perciben a las decenas de lesionados. De pronto, en su mente se dibuja la imagen de los lesionados: clasemedieros, bien peinados y vestidos, pero eso sí, espantados y llorando, “¿pero qué podíamos hacer nosotros?”, se cuestiona.

Pocas o nulas evidencias
Sentado en una de las sillas de su consultorio ubicado en San Cristóbal de Las Casas, en la región Altos de la entidad chiapaneca, Turati advierte que lo único que le quedó de ese trágico día fue el recuerdo, debido a que ese jefe militar le sugirió entregarle el rollo de su cámara fotográfica, la cual utilizaba para tomar imágenes dentro de la Cruz Roja para la que trabajaba.
Según su relato, darle clic a la cámara en la benemérita institución era parte de la actividad normal, e incluso había un encargado especialmente para cumplir con esa tarea y más si se trataba de cirugías, “¡imagínate la cantidad de tomas que tenía ese señor!”, externa Turati a La Silla Rota. Sin embargo, ese 2 de octubre, el mayor llegó y les advirtió que tenía órdenes de llevarse a todos los que ocupaban ese lugar, por lo que les dio la oportunidad de no ser víctimas de la matanza que se avecinaba y en la que no tenían nada qué ver, más que ser testigos de la misma.

Turati es originario de Mexicali, Baja California, pero de raíces italianas (por parte de su padre) refiere que, como pudieron, compañeros, compañeras y él lograron salir por una ventana del edificio, brincar varios metros de altura y correr sin detenerse; sus manos iban vacías, como la de todos los que tuvieron una segunda “chance” de vivir. “Nos dijo que desapareciéramos”, afirma, y comenta que tras ese momento jamás volvió a ver a una doctora de nombre Yolanda Ortiz, oriunda de Veracruz. Inclusive, el retorno a la Cruz Roja tardó como 10 días, cuando se calmó la situación.
El día que huyó, cuenta, se dirigió a su consultorio a donde llegaron más heridos y por ende le tocó atender a quienes presentaban lesiones en los ojos.
La barredora
Lo más lamentable, confiesa, es que todos los pacientes incluidos los que no tenían nada qué ver con el movimiento estudiantil, fueron llevados al Campo Militar número 1, donde los mataron e incineraron.
“Eran como 400 en total, eso me lo dijo un patólogo que trabajaba con nosotros y también en ese Campo Militar; ¡fueron muchos!” Pero lo que más le duele, confiesa Turati, es que ya pasaron 57 años y nadie ha sido llamado a cuentas y ningún presidente, incluida Claudia Sheinbaum Pardo, se ha atrevido a hacer justicia, “¿por qué? ¡No lo sé!

El oftalmólogo piensa en Ayotzinapa, otro ejemplo claro de injusticia. Pese a esa tragedia, el galeno le agradece a Dios por haberlo protegido, pues si se lo hubieran llevado los militares ese triste 2 de octubre, “quién sabe qué me hubieran hecho… nos hubieran desaparecido a todos”.
Fuente: La Silla Rota
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