Roberto Gil Zuarth/CAMBIO 22

Desde el triunfo de Donald Trump se especula sobre el futuro del T-MEC. Si resistirá la imposición de aranceles, una nueva era de políticas proteccionistas o la animosidad creciente y cada vez más vocal contra el socio mexicano en Estados Unidos y Canadá. Si la revisión conjunta citada para 2026 terminará pacíficamente en la prórroga automática de su vigencia por otros 16 años, en la tortuosa regla del impasse anual, en un nuevo tratado o, incluso, en el fin de la alianza de Norteamérica.

Con independencia de lo que hagan o decidan Trump y Trudeau, sus parlamentos o sus electores, México debe necesariamente reabrir el contenido del T-MEC. De hecho, está jurídicamente imposibilitado para expresar su beneplácito a la prórroga automática que prevé las disposiciones finales del tratado. La Constitución hoy vigente no permite sostener diversas obligaciones contraídas en ese instrumento, es decir, prohíbe que se cumplan, prorroguen o ratifiquen. Además, las reformas del oficialismo han creado la paradójica situación en la que se tiene que incumplir el T-MEC para honrar la Constitución, pero ese incumplimiento es, al mismo tiempo, una violación a la propia Constitución. Efectivamente, los tratados internacionales son “Ley Suprema de toda la Unión”, derecho interno que debe ser obedecido. Y no basta con cambiar la Constitución para desplazar su validez.

A diferencia del texto de 1994, en el T-MEC se pactaron ciertas configuraciones institucionales que han sido derogadas expresamente por reformas a la Constitución. Por ejemplo, en diversas previsiones del capítulo 18 del tratado relativo a las telecomunicaciones, incluidos dos pies de página, se establece que México “reafirma los principios subyacentes” de la reforma aprobada en 2013 (sí, la del Pacto por México), que el organismo regulador debe ser “independiente e imparcial” y, específicamente, “autónomo respecto del Poder Ejecutivo”. La desaparición del IFT y la reconcentración de los poderes de regulación y de adjudicación en el Ejecutivo sobre la competencia y la concurrencia en el sector, son evidentemente incompatibles con el modelo orgánico y funcional con el que México se comprometió en el T-MEC.

Por otro lado, el anexo 22 del T-MEC reconoce la figura de las “empresas productivas del Estado” y remite al contenido de la reforma constitucional energética de 2013 (sí, la otra del Pacto por México) para delimitar su naturaleza y características, en particular su orientación hacia la generación de “valor económico y rentabilidad conforme a las condiciones comerciales”. Desde esta lógica, establece una serie de reglas para asegurar que las empresas de propiedad pública participen en los mercados relevantes en igualdad de condiciones que las privadas. Las ‘empresas productivas del Estado’ desaparecieron de la Constitución desde octubre de este año, de modo que todo un anexo del T-MEC debe ser modificado para que nuestros socios reconozcan, por lo menos, que competirán con monopolios públicos subvencionados con el Presupuesto y protegidos con regulaciones internas.

Otro más: el tratado que firmó el presidente López Obrador contiene al menos ocho referencias directas a los principios de imparcialidad e independencia como exigencias del nivel mínimo de trato que las partes deben asegurarse recíprocamente en la solución de controversias y en el acceso a la justicia. Estas incluyen, entre otras, el deber de asegurar una autoridad judicial imparcial para revisar violaciones al capítulo de contrataciones públicas; la equidad procesal en la aplicación del ordenamiento jurídico de competencia económica; la garantía de tribunales imparciales e independientes en los procedimientos laborales, así como para la “corrección” de cualquier acto administrativo definitivo.

Pero la reforma que heredó López Obrador induce precisamente a los vicios que el T-MEC pretendía corregir a través de estándares compartidos de actuación estatal. Y es que el sistema de elección popular integra a los poderes judiciales en el poder político y, por tanto, los somete a los intereses que ahí influyen. La relación de representación que emana de los votos está diseñada precisamente para atar el poder que reciben unos a la voluntad que expresan otros. Cuando la legitimidad del juez descansa en ese vínculo de representación, es esperable que respondan a las lealtades que se forman en la competencia por el poder, sobre todo si, además, se han desmantelado todas las garantías institucionales que tienden a liberar de compromisos de origen. Porque ese es el otro componente del diseño obradorista de la justicia: para que ningún juez electo desconozca al movimiento, hágase un tribunal de disciplina u órgano de administración para reprender la anomalía.

El oficialismo de facto ya empezó a renegociar el T-MEC al reescribir la Constitución o tendrá que reescribir la Constitución para salvar el T-MEC. Tarde o temprano tendrán que escoger entre uno u otro. No se pueden las dos cosas.

 

 

 

Fuente: El Financiero

redaccionqroo@diariocambio22.mx

HTR/MA

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