Asistencialismo: la Mentira Oficial en un Estado con Más Pobres que Beneficiarios
23 Sep. 2025
JuanJo Sanchez/ CAMBIO 22
La visita de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo a Quintana Roo dejó un dato que, lejos de ser un logro, debería encender todas las alarmas: En el estado existen 370 mil 371 beneficiarios de programas sociales, con una inversión anual de casi nueve mil millones de pesos. El número, que la mandataria presentó con alegría desde el Malecón Tajamar de Cancún, es en realidad la prueba más contundente de la insuficiencia del modelo. Según el censo de 2020, Quintana Roo tiene una población de 1 millón 857 mil 985 habitantes. Dicho de manera llana: apenas una quinta parte de los quintanarroenses toca un apoyo oficial.
Los discursos de “transformación” pierden fuerza cuando se ponen en blanco y negro. El 80% de la población queda fuera del reparto. Si los programas son “para todos”, como repite la propaganda oficial, ¿Qué pasa con los otros casi 1.5 millones de habitantes que sobreviven en un estado con carencias profundas y desigualdades crecientes? ¿Quién responde por ellos?. Y como ya sabes que #MiPechoNoEsBodega en estas líneas #TeLoCuento

El asistencialismo es la médula de la narrativa morenista. Se presenta como el remedio de todos los males, pero en realidad es un paliativo que ni siquiera cubre la mitad de la población. En Quintana Roo, donde la economía depende en gran medida de la industria turística y de un flujo migratorio constante, las necesidades se multiplican más rápido que la capacidad del Estado para atenderlas.
Colonias enteras en Cancún, Playa del Carmen o Tulum carecen de servicios básicos. Por otro lado, en las comunidades rurales del sur, los productores siguen atrapados entre bajos precios, falta de financiamiento y abandono gubernamental.
El dinero que se reparte en becas, pensiones o apoyos productivos sirve para maquillar estadísticas, no para resolver problemas de fondo. No hay generación de empleos dignos ni políticas que frenen la precarización laboral. Lo que si hay es una administración de la pobreza, una estrategia diseñada para mantener cautivo un electorado agradecido con la dádiva pero condenado a la sobrevivencia.
La gobernadora Mara Lezama ha intentado capitalizar políticamente los programas federales, presentándolos como parte de la “nueva forma de gobernar” en Quintana Roo. Sin embargo, la misma aritmética la desmiente. Con casi 1.9 millones de habitantes, las cifras oficiales revelan que cuatro quintas partes de la población no reciben apoyo alguno. ¿Cómo conciliar entonces la retórica de la justicia social con un estado que, pese al turismo millonario, acumula cinturones de pobreza en las zonas urbanas y marginación en sus comunidades mayas?
Mara se ha colocado como operadora de la 4T en el Caribe mexicano. No obstante, su gobierno ha optado por la ruta fácil: repetir el guión federal, presumir el reparto de apoyos y acompañar a la presidenta en su narrativa. El problema es que la gobernadora, en lugar de exigir políticas estructurales que respondan a la complejidad de su estado, se conforma con ser promotora de los mismos programas que ya mostraron su insuficiencia.
Si bajamos a nivel municipal, la situación no mejora. En Benito Juárez, Solidaridad, Tulum o incluso en Chetumal, la bandera del bienestar se agita en cada acto público como si fuera obra directa de los alcaldes. Los presidentes municipales morenistas y sus aliados se han vuelto expertos en presumir las transferencias federales como parte de su gestión, aunque en la práctica no tienen facultades ni control sobre esos recursos.
La simulación es grotesca: alcaldes que no resuelven problemas elementales —basura, seguridad, transporte, orden urbano—, pero que se cuelgan medallas por becas escolares o pensiones a adultos mayores que llegan directo desde la Federación. Es el doble discurso en su máxima expresión: la incapacidad se disfraza de logro gracias a la propaganda del asistencialismo.
El Congreso no se queda atrás. Diputados Locales, Federales y Senadores usan los programas sociales como bandera proselitista —perdón, como “beneficios de su gestión”—. La escena se repite en todo el estado: conferencias de prensa, giras en comunidades y ruedas de medios donde los legisladores se adjudican apoyos que no gestionan, no financian y no operan.
El resultado es un esquema de clientelismo moderno: legisladores que en lugar de legislar se convierten en promotores de tarjetas, pensiones y becas, construyendo una relación de dependencia política con la población. El Congreso, en teoría un contrapeso, se reduce a oficina de propaganda del Ejecutivo. En lugar de diseñar leyes para diversificar la economía, impulsar políticas de empleo o atender la crisis de seguridad, los legisladores se contentan con repartir propaganda del bienestar.
La verdadera discusión es otra: ¿Qué tan sostenible es un modelo de gobierno que se sostiene en repartir dinero sin transformar la realidad? Quintana Roo, con su crecimiento poblacional y su dependencia del turismo, necesita infraestructura, planeación urbana, diversificación productiva, empleos formales y seguridad pública eficaz. Ninguno de esos problemas se resuelve con dádivas.

Lo que queda al descubierto con los números que Sheinbaum presumió en Cancún es que el modelo asistencialista es más propaganda que política pública. Se exhibe como un logro el hecho de que una quinta parte de la población reciba un apoyo, cuando en realidad el dato desnuda que cuatro quintas partes viven al margen de esa supuesta transformación.
La visita presidencial, acompañada de la gobernadora y de todo el aparato morenista, no hizo sino confirmar la contradicción central del régimen: Se habla de justicia social mientras se administra la pobreza. Se celebra la “transformación” mientras se mantienen intactas las condiciones de desigualdad que golpean a la mayoría de los quintanarroenses.
Porque la aritmética es implacable: en Quintana Roo una minoría vive de los programas y la mayoría sobrevive como puede. Lo demás es propaganda, discursos huecos y políticos que se cuelgan medallas con dinero ajeno. Esa es la herencia real del asistencialismo: un pueblo que recibe migajas mientras la clase política vive de administrarlas. Y la pregunta final no es cómoda, pero sí necesaria: ¿Hasta cuándo vamos a seguir llamando bienestar a lo que en realidad es sometimiento?
Fuente: Facebook
KXL/RCM




















