Alcira Soust Scaffo, la Poeta que Sobrevivió a la Matanza de Tlatelolco escondida en un Baño de la UNAM: El PAÍS reconstruye la Historia
1 Jul. 2022Redacción/CAMBIO 22
Alcira Soust Scaffo era poeta y vagabunda, era bruja, jardinera, traductora. Era maestra. La reconocían por haber sido ayudante de Rufino Tamayo, musa de Roberto Bolaño, amiga de León Felipe. Fue todo eso pero era más. Una errante sin dientes que defendió la belleza de la escritura frente a los militares en el 68, que repartió versos en el funeral de Rosario Castellanos y cultivó flores y alumnos en un jardín cerrado entre los edificios de Ciudad Universitaria al que llamó Emiliano Zapata.
Convertida en una de las figuras más importantes de la contracultura mexicana, Alcira Soust Scaffo murió un 30 de junio de hace 25 años en Uruguay. EL PAÍS reconstruye parte de su historia con los libros, las óperas y las exposiciones que le dedicaron, con su familia y los amigos desperdigados que dejó en el México del que nunca se terminó de marchar.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir: soy la madre y corre un céfiro de la chingada desde hace siglos, pero mejor no lo digo”.
Roberto Bolaño presenta así a Auxilio Lacouture, el sobrenombre que le dedicó a Alcira en Los Detectives Salvajes y en la novela que la hizo protagonista, Amuleto. La uruguaya habla y piensa en la ficción como sus amigos dicen que sonaba en los 70, cuando Bolaño la conoció. “Es su timbre. Es su voz. Es como si la oyera, se me pone la piel chinita”, cuenta a EL PAÍS el estudioso Antonio Santos, amigo de la poeta.
La obra de Bolaño encumbró el mito de una escritora extraordinaria que vivió durante décadas entre los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que conoció a los personajes clave del siglo XX —desde Picasso y Remedios Varo hasta el subcomandante Marcos—, y a la que rodean, todavía décadas después de su muerte, los huecos y las preguntas.
“Para todos tenía cien palabras o mil”
Cuenta Antonio Santos que a Alcira Soust (Durazno, 1924) le pusieron el nombre por el pueblo valenciano y que de ahí nace su obsesión por las naranjas, que agranda con la lectura y recupera en sus poemas. La tercera de cuatro hermanos, siempre fue distinta.
“Alcira era como un misterio familiar, como un fantasma que aparece y desaparece”, recuerda Agustín Fernández, su sobrino nieto, a EL PAÍS por teléfono desde Montevideo.
Se formó como maestra, quemó una escuela en un descuido mientras preparaba dulce de leche, asistió a congresos de los grandes pedagogos uruguayos que afianzaron su ideología y aprendió el juego como forma de vida.
En la versión de Bolaño, Auxilio Lacouture no recuerda cuándo llegó a México ni por qué o para qué. Pero se equivoca. Alcira arribó al país en 1952 con una beca de la UNESCO, para hacer una especialización en el Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe (CREFAL). Vivió 18 meses en Pátzcuaro, Michoacán. En diciembre de 1953, su boleto de avión de regreso a Montevideo estaba listo. No llegó al aeropuerto. No lo hizo en 36 años.
En su primera época en México, Alcira tiene una vida tradicional: novio, casa y empleo. Trabajó en un hospital infantil, en el Instituto Latinoamericano de Cinematografía Educativa (ILCE) y en la Secretaría de Salubridad. Bilingüe en francés, cultísima, cinéfila y lectora voraz, empezó a asistir a las galerías de Ciudad de México, a pasar los días en las colonias del centro.
En sus paseos y tertulias hizo amistad con María Zambrano, el músico Igor Stravinski, León Felipe, Emilio Prados y Pedro Garfias, Buñuel, Carlos Landeros, Manuel Barbachano.
La lista sigue y sigue. Tanto que la propia Alcira los tuvo que apuntar en un papelito. “Para todos tenía cien palabras o mil”, escribió Bolaño. “Yo conocí a Alcira en el café Sonora. Yo la amaba —la amo— fuera de todo sexo o deseo”, escribió José Revueltas.
“Años después, una de las razones por las que la tomaban por loca es porque hablaba de personajes famosos como si los conociera. ¡Pero es que los conocía!”, dice Santos.
—¿Qué tenía Alcira para conectar con tanta gente?
—Fácil: era encantadora.
La Alcira del baño
La leyenda de Alcira se agiganta en un solo día: el 18 de septiembre de 1968. El Ejército mexicano toma de forma violenta Ciudad Universitaria. Alcira recibe a los militares con un poema de León Felipe, que emite por el altavoz del campus. Su amigo había muerto esa misma mañana. También hace sonar otros versos de Nicolás Guillén: “Soldado, aprende a tirar”. Aterrada con ser deportada a Uruguay —no tenía, nunca tuvo, papeles—, decide esconderse en el baño de hombres del octavo piso de la Torre de Humanidades. “No permitas, nena, que te lleven presa”, recoge Bolaño. Desde su refugio ve entrar a los tanques, a los granaderos, ve las detenciones de los estudiantes y también los pájaros y la luna, redacta poemas que escribe en papel higiénico, pinta en la pared: “Viva el amor, viva la vida”. Resiste bebiendo solo agua del grifo durante 12 días.
Los historiadores Miguel León Portilla y Alfredo López Austin, uno de sus mejores amigos, son quienes la encuentran y la ayudan a salir al marcharse los militares. “¡No funcionaba el elevador! ¡Bajamos bajando por las escaleras! Me acosté… ¡seguí durmiendo! Me dolían las piernas y nada más”, escribe Alcira a lápiz sobre su rescate. La poeta nunca se recupera de ese episodio, que describía como haber sido abducida. En una carta al artista Leopoldo Méndez, cuenta muchos años después: “Nunca llegues a la locura… te quiero decir que después de andar en mi platillo volador no pude regresar a este mundo que vivimos”.
“En la obra de Bolaño todo está centrado en esa Alcira del baño, la Alcira del 68. Pero había muchas Alciras, tenía muchas vidas”, cuenta su sobrino nieto Agustín, que acaba de terminar, después de 14 años de trabajo, un documental sobre ella: Alcira y el campo de espigas. El nombre viene de un poema que la escritora le dedica a su hermana Sulma, la abuela de Agustín: “Si quieres oír mi voz / Vamos al campo de espigas / allí las flores son soles / Y son soles las espinas“. El cineasta reconoce: “Yo sí pensé: ‘¿Qué tanto más puedo aportar yo estando la obra de Bolaño ahí?’. Pero creo que había una cosa de complejizar el personaje, humanizar el mito”.
“Escribir poemas. ¿Y vivir? ¿Dónde?”
Desde finales de 1965, Alcira Soust ya no tenía trabajo fijo ni casa propia. Pasaba las noches en los departamentos de sus amigos, sus pertenencias —pocas— desperdigadas, sus días como cigarra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, sus noches a merced del viento y los cafés del entonces Distrito Federal.
“Si no me volví loca fue porque siempre conservé el humor. Me reía de mis faldas, de mis pantalones cilíndricos, de mis medias rayadas, de mis calcetines blancos, de mi corte de pelo de Príncipe Valiente, cada día menos rubio y más blanco, de mis ojos que escrutaban la noche del DF, de mis orejas rosadas que escuchaban las historias de la Universidad”, recupera Bolaño.
Este deambular hacía sufrir a la poeta, que anotó una frase que la perseguiría como un destino hasta el final:
“Escribir poemas! Y vivir? Dónde?”. Su amigo, Antonio Santos, trata de explicarlo: “Hay una razón pedagógica, filosófica, en la decisión de romper con todo. Primero quema sus naves con la familia, después con sus amores, y luego con el estatus social, incluso con el trabajo asalariado, que lo bota. Rompe con lo tradicional, con el papel que la habían asignado en la vida”.
La escritora trataba de compensarlo todo con la escritura. La directora del MUAC, Amanda de la Garza, explica la decisión radical de Alcira de “habitar en la poesía, ser-en-la-poesía”: “En la constante aparición de un “a pesar de todo” en diferentes momentos anida la potencia de la poesía como forma de vida y la pregunta sobre el habitar, como libertad y como tragedia”.
En los 70 inició su gran proyecto, llamado Poesía en Armas, que se extendió durante dos décadas en las que repartió versos, suyos y de otros, en volantes creados con el mimeógrafo, en todos los rincones de la UNAM. “Para ella había dos formas de hacer llegar la luz a la gente: produciéndola ella en sus poemas o reflejándola, en ser el espejo de lo que otros escribían”, razona Santos.
“Por qué / para qué / de dónde / aquí: / VINO / Solo a eso VINO / A saber quién era / Si era sol o era luna”, dice uno de los que redactó Alcira.
En octubre de 1971, en conmemoración de la muerte del Che Guevara, planta un cedro entre los edificios del campus. Sigue ensanchando el lugar con árboles y plantas que dedica a amigos, personajes o acontecimientos históricos. Lo llama Jardín Cerrado y lo convierte en un espacio de memoria y resistencia. “Es el único lugar de México que por muchos años fue suyo”, dice Antonio Santos. Así los miles de poemas que diseminó llevaban la misma dirección: Jardín Emiliano Zapata, Secretaria de Defensa de la Luz, Poesía en Armas, Filosofía y Letras, UNAM.
La producción poética de Alcira fue amplia, vasta, caótica, fechada. No fue publicada por ningún sello, tampoco nombrada, ni siquiera en la novela de Bolaño donde es protagonista. “La historia de ella está recorrida por ese patriarcado que la hizo invisible en la parte editorial, comercial o de los círculos académicos. Obviamente no fue invisible porque ella fue su propia casa editorial”, responde Santos, que está tratando que la UNAM le organice un homenaje en su centenario en 2024. “México y la UNAM le deben mucho a Alcira”.
“Sufrió: porque perdió México”
Los retratos de la artista recogen su manera de hablar y reír colocando una mano sobre su boca, o una flor, o un cuaderno, tras perder los dientes. Recuperan el espíritu de lucha que la llevó a enfrentarse a todo lo que consideraba injusto; en 1971 llegó a mandar una carta a Francisco Franco para protestar por el fusilamiento de ocho presos vascos. Recuerdan cómo se ponía la ropa mojada después de lavarla porque no contaba con más. Nombran El Príncipito y Las mil y una noches como sus libros de cabecera y su obsesión por las constelaciones y la naturaleza como parte de la corriente surrealista. Veía las coincidencias y las casualidad en cada fecha: “Che, ¿te diste cuenta?”. Le caían mal los fresas y los pretenciosos. Era explosiva y exagerada la mayor parte de las veces. Amaba la ópera, la que consideraba la síntesis de todas los artes. Era alta como El Quijote, dice Bolaño, que asegura en nombre de ella: “Vivía con mi tiempo, con el tiempo que yo había escogido y con el tiempo que me circundaba, tembloroso, cambiante, pletórico y feliz”.
En 1988 tras años de hostigamiento de las autoridades, varios episodios donde la internaron contra su voluntad en instituciones psiquiátricas, a Alcira la envían sus amigos de vuelta a Uruguay. El regreso fue accidentado porque su madre no la reconoce en un primer momento por su deterioro físico, malnutrición y difícil cuadro emocional. De esos años, Agustín Fernández, que tenía solo seis, recuerda que su llegada a la casa era como la de Santa Claus: “Pasaba seguido a dejar algún regalito de cumpleaños, alguna frase de algún poema. Nos perseguía correteándonos, cantando las mañanitas”.
Estuvo desaparecida durante los últimos meses de su vida, cortó contacto con familia y amigos. Muere a las 9.20 de la mañana, a la edad de 73 años, en el Hospital Clínica de Montevideo a causa de una bronconeumonía bilateral. No se logró contactar con su familia. Su cuerpo fue confinado a una fosa común. Santos describe así el difícil regreso:
“Sufrió porque perdió México y en México ya lo había perdido todo”.
Fuente: El Pais
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