• En los alrededores de San Cristóbal de las Casas se vende “etnoporno”, poniendo en evidencia la violencia y la explotación de mujeres indígenas por parte de una organización criminal

 

Redacción/CAMBIO 22

Soy testigo de una violación. No puedo llamarle de otro modo: en la pantalla de la computadora hay una muchacha que no debe tener más de 16 años y resiste con llanto los embates de un hombre que le triplica el peso y, probablemente, la edad.

Es un video de 18 minutos y 36 segundos que se titula “Rica indita bachillerato” y es parte de una antología, “Las mejores chamulitas 2024”, que se vende en una memoria USB por 150 pesos en los alrededores del Mercado Merposur en San Cristóbal de las Casas, a 15 minutos en vehículo del poblado vecino de San Juan Chamula –en las zonas altas de Chiapas–, donde a niñas y niños se les llama con cariño chamulitas y chamulitos.

No tiene escapatoria: esa bestia abusa de ella en un colchón en el piso que tiene más manchas que resortes. A la izquierda, se ve una pared azul carcomida por la humedad, y a la derecha, el cómplice del violador que graba todo con manos temblorosas.

El camarógrafo cuida la identidad de la bestia y lo filma únicamente por la espalda; a ella, en cambio, la graba de frente y con acercamientos. La única parte del cuerpo que la muchacha tiene cubierta es la mitad de la cara. De los ojos hacia el cabello la tapa una falda negra y larga. En algún momento, la cámara registra un rebozo color blanco con rojo en el suelo, aventado junto a un huipil florido y calzado. La vestimenta es la típica de una joven tzotzil, un grupo indígena ubicado en el centro y norte de Chiapas.

La venta de estos videos no está a la vista, pero tampoco está oculta. Basta preguntar a los vendedores de películas piratas para toparse con decenas de volúmenes de “etnoporno”, el nombre que la comunidad académica ha dado a este tipo de pornografía –que es explotación sexual de mujeres indígenas–. A veces, promocionan los nuevos volúmenes con títulos denigrantes o repugnantes. En otras, la atracción son fotos de adultas jóvenes o menores de edad. Hay quienes ofertan que son grabaciones voluntarias y quienes prometen que son forzadas, lo único que se mantiene es que son mujeres, pobres e indígenas.

Los compradores son hombres que no sólo se excitan con el dolor ajeno, sino con la vulnerabilidad de mujeres y adolescentes. Les da placer que hayan llegado a esos cuartos y colchones sucios por necesidad, así que pagan gustosos por ser testigos del castigo. Todos son clientes –lo saben o no– de una violenta organización criminal que monopoliza y monetiza con la venta del etnoporno en el sureste mexicano: el Cártel Chamula, el primer y único cártel indígena en México.

Chiapas era un territorio indómito para el Cártel del Golfo

En algún momento entre 1999 y 2000, al jefe del Cártel del Golfo, el temible Osiel Cárdenas Guillén, se le metió en la cabeza que para convertirse en el criminal más notable de México tenía que controlar los dos estados fronterizos en los costados del país: Tamaulipas en el noreste y Chiapas en el suroeste. De ese modo, tendría las llaves que abren las puertas hacia Norteamérica y Centroamérica.

Tamaulipas era ya un bastión ganado para el matamorense Cárdenas Guillén y su guardia paramilitar Los Zetas, pero Chiapas era un territorio indómito. A finales del siglo XX, su frontera con Guatemala lo había convertido en un importante estado de trasiego y cultivo de marihuana, pero ninguna agrupación criminal lo controlaba por completo.

Acaso, el Cártel de Sinaloa había logrado un tímido avance en Chiapas –lo que quedó asentado en 1993, cuando El Chapo Guzmán usó el municipio Ciudad Cuauhtémoc como escondite para huir hacia Guatemala, donde fue aprehendido por primera vez– pero la atención nacional e internacional que atrajo el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, al año siguiente, complicó el dominio total de cualquier cártel.

Chiapas, territorio tomado | EL PAÍS México

Cárdenas Guillén aprovechó ese vacío y envió a Los Zetas a conquistar la frontera sur. Personajes como El Amarillo se hicieron famosos por instalarse con fuego y sangre en municipios como Comitán y San Cristóbal de las Casas, donde abrieron y explotaron nuevos negocios ilícitos, además de las drogas: robo de combustible, tráfico de migrantes indocumentados, explotación sexual y la incipiente extorsión a negocios. La mina de oro redescubierta por los tamaulipecos marcó el regreso de los sinaloenses, quienes también querían aprovecharse del estado.

Pero Los Zetas, que se creían eternos, sufrieron bajas importantes que los empujarían a una rápida extinción en tan sólo una década. Esa inestabilidad hizo que los zetones del sur buscaran un nuevo cobijo criminal ofreciéndose al mejor postor como expertos en infringir los peores dolores. Una disidencia del Cártel de Sinaloa los acogió.

Ya con ese apoyo cupular, salieron a buscar su base social. No sería difícil encontrar nuevos reclutas en el estado más pobre del país. En territorio de agraviados, la revancha es ley. Y entre los olvidados del Estado, la guerrilla y los viejos cacicazgos encontraron a su gente: los desplazados, los que no tenían nada que perder.

Algunos eran desterrados por conflictos agrarios, otros más por disputas políticas, pero muchos más eran desplazados religiosos, es decir, tzotziles que crecieron en familias de cosmovisiones indígenas, pero que recientemente se habían convertido en evangélicos, un movimiento protestante que gana cada vez más adeptos en Chiapas. Esa nueva religión les impedía participar en ceremonias tradicionales o pagar tributos ancestrales, lo que les valió la expulsión de sus comunidades de origen.

Exiliados, se asentaron en los barrios pobres del norte de San Cristóbal de las Casas y en los cinturones de miseria de San Juan Chamula. No tenían tierra, comunidad, arraigo, trabajo ni futuro… excepto el horizonte que ofrecían esos viejos zetones que les hablaron de una vida nerviosa y fugaz, pero con poder y dinero.

Y como no hay nada más apremiante para un expulsado que sentirse parte de algo, aceptaron integrarse a esa nueva familia criminal. Así nació el Cártel Chamula.

Los negocios ilícitos que sostienen al primer cártel indígena

El Cártel Chamula es una rareza en el mapa criminal de México. Conserva el orgullo indígena del sur y lo mezcla con la narcocultura del norte. Lo integran alucines —los eufóricos por las drogas, según la Asociación de Academias de la Lengua Española— que hablan tzotzil, buchonas con huipil y sicarios que cambiaron las botas piteadas por huaraches de piel. Su ídolo es un Malverde que usa pantalones de manta.

En la zona de los Altos de Chiapas los distingue una triada particular: un radio para comunicarse con sus compañeros, una bandolera sobre el pecho para guardar el arma y una motocicleta para huir a toda velocidad, aunque no lo necesitan porque la policía municipal les cuida los pasos y los protege del Ejército y la Marina.

Salvo esas características, la tropa que integra al Cártel Chamula es muy similar a la del resto de los brazos armados en México: son jóvenes, violentos, consumidos por la piedra –la forma de cocaína más barata y adictiva– y con delirios de poder. Carne de cañón para los verdaderos jefes del crimen organizado.

El gobierno federal reconoció la existencia del primer cártel indígena hasta 2021, cuando en una conferencia de prensa encabezada por el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, el exsubsecretario de Seguridad Pública, Ricardo Mejía, dio detalles del asesinato de Gregorio Pérez, fiscal indígena de Chiapas. “El autor intelectual está detenido”, dijo el funcionario. “Es integrante de un grupo delictivo conocido como Cártel Chamula”.

Una académica avecindada en San Cristóbal de las Casas cuyo nombre no puedo mencionar, dice en entrevista que “la vida para ellos vale muy poco y, por lo tanto, vale poco para todos. Acá en Chamula, San Cristóbal, Comitán, te matan por cinco mil pesos. Y no hace falta que estés metido en cosas turbias. Te matan porque no pagaste el derecho de piso, porque viste feo al vecino, porque no les invitaste una cerveza”. Trafican drogas, secuestran migrantes, revenden mercancía de contrabando, pero la extorsión es su sustento económico. Cobran, dice mi fuente, hasta por respirar.

Conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador del 19 de abril de 2022 | Instituto de Salud para el Bienestar | Gobierno | gob.mx

La colecta de dinero se hace a los locatarios de los mercados, a los vendedores en vía pública, a las familias que estrenan automóvil, a los estudiantes que se gradúan. Y en una región donde el fervor religioso es todo, las veladoras, el incienso y hasta los libros sagrados tienen impuesto criminal. Pero un negocio sobresale entre todos. No es el más lucrativo, pero sí es el más estratégico: el etnoporno. La pornografía del cártel.

La trampa en la que caen jóvenes tzotziles a cambio de droga

Para que el “etnoporno” funcione, dice mi fuente, necesitas adolescentes y adultas jóvenes vulnerables como base social. Mujeres dispuestas a ser grabadas para que sus videos circulen en los mercados y los hombres le vean otra utilidad a la existencia del Cártel Chamula. Y esa voluntad se dobla con la droga.

“Es un funcionamiento que ya está muy claro: buscan a jóvenes tzotziles necesitadas y les invitan dosis de piedra. Entre más corriente es mejor, porque te engancha más rápido. Al principio, todo es gratis. Luego, la venden y elevan el precio para que no puedan pagarla y les ofrecen un trueque: la droga a cambio de que te dejes grabar”, cuenta la profesora, quien teme que algunas de sus alumnas hayan caído en esa trampa.

El Cártel de Chamula y el control del 'etnoporno' en Chiapas- Grupo Milenio

Ese modus operandi se hace con menores de edad, de 13 años y hasta con adultas mayores. Una vez cooptada esa muchacha puede ser grabada en muchos más videos. Y para obtener su salida de ese negocio sucio, muchas veces deben entregar a otra víctima: una vecina, amiga, hermana. A veces, incluso, sus madres o hijas.

Los videos se graban en hoteles en Chiapas que están bajo el poder del Cártel Chamula. Ahí entran sin problema los camarógrafos, custodiados por una jauría de motociclistas. Si acaso faltara quien grabe, el cártel tiene un plan B, pues las habitaciones tienen cámaras ocultas que graban todo: desde parejas apasionadas hasta turistas despistados.

“No es un negocio millonario, pero es importante, porque mantiene a la base social: las mujeres tzotziles –que cada vez son más consumidores de drogas– tienen así un sostén para la adicción y los hombres ven estos videos como un servicio más del cártel, una especie de ‘regalo’ que justifica su existencia”, afirma mi fuente.
Entonces, me entrega una envoltura de papel celofán. Adentro hay una USB que estuvo a la venta en la zona turística de San Cristóbal de las Casas. La que más tarde veré en mi computadora. “De esto te estoy hablando”, dice. “Le quité la portada porque es horrorosa, pero esto es el ‘etnoporno’. Te advierto: esto es horrible de ver”.

El ‘etnoporno’ se ha esparcido como virus en el sur de México

El dispositivo que me entregó mi fuente viajó de Chiapas a la capital del país y luego de mi escritorio a las oficinas de la Agencia de Investigación Criminal de la Fiscalía General de la República en la colonia Lomas de Sotelo de la Ciudad de México. Imagino que después irá a algún almacén donde se guardan discos duros, computadoras, celulares y otros dispositivos electrónicos con crímenes terribles, que van desde fraudes financieros hasta pornografía infantil.

La agente que me recibe es una veterana que ha visto lo peor del ser humano en la pantalla de su computadora y aún conserva la rabia de los novatos. Igual que yo, siente asco cuando reproduce el video que le he entregado, aunque no es el primero. El ‘etnoporno’ se ha esparcido como un virus por otros estados del sur del país.

Como todos los que trabajan en este búnker, la investigadora pide anonimato a cambio de hablar brevemente con un periodista y parafrasearé sus palabras: voy a investigar pero no te prometo mucho porque esto pudo ser grabado ayer, este año o hace una década y no se ven los rostros completos de nadie. Agradezco su franqueza. “Las víctimas del ‘etnoporno’ son las víctimas perfectas. Aunque un agente federal encuentre quién es esa pobre chica, muy probablemente no pueda entrar hasta San Juan Chamula. El control del cártel es total, absoluto. Nadie pasa sin su autorización.

“Y si pudiera llegar, ¿a poco crees que logrará conseguir una denuncia? Esto no sólo está envuelto en crimen, adicción y violencia. Está otro componente muy poderoso para las comunidades rurales y pequeñas, como las que hay en Chiapas: la vergüenza de aparecer en esos videos que se venden en el mercado de tu propio pueblo”, dice mi contacto.

El Cártel Chamula sigue al pie de la letra una frase atribuida al escritor Oscar Wilde, quien decía: “todo en la vida es sexo, excepto el sexo que es poder sobre la otra persona”.

 

 

 

Fuente: Milenio

redaccion@diariocambio22.mx

HTR/AGF

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