David E. Sanger/ CAMBIO22

Durante los últimos 360 días, desde que las imágenes de la matanza de unas 1200 personas en Israel el pasado 7 de octubre dieran la vuelta al mundo, el presidente Joe Biden ha advertido repetidamente que no se debía permitir que un ataque terrorista de Hamás se extendiera a un conflicto con el otro apoderado de Irán, Hizbulá, y en última instancia con el propio Irán.

Ahora, después de que Israel asesinara al jefe de Hizbulá, Hassan Nasrallah, e iniciara una invasión terrestre de Líbano, y después de que Irán tomara represalias el martes lanzando casi 200 misiles contra Israel, se está viviendo uno de los momentos más peligrosos de la región desde la guerra árabe-israelí de 1967.

Las principales cuestiones que se plantean ahora son hasta qué punto puede agravarse el conflicto y si Estados Unidos se involucrará más directamente.

Los últimos días pueden ser un punto de inflexión. Desde que Israel mató a Nasrallah el viernes, el gobierno de Biden ha pasado de alertar contra una guerra más amplia a intentar gestionarla. Los funcionarios han defendido el derecho de Israel a devolver el golpe a Irán, pero están aconsejando no realizar ataques directos contra sus instalaciones nucleares, que podrían descontrolar el conflicto.

Esta es la escalada de la que Biden ha advertido pero que no ha podido detener, ni siquiera con una importante presencia de las fuerzas estadounidenses en la región.

“Desde la perspectiva de Israel, hemos estado en una guerra regional desde el 7 de octubre, y esa guerra es ahora una guerra a gran escala”, dijo Michael Oren, exembajador israelí en Estados Unidos, historiador y uno de los diplomáticos más duros del país. “Estamos en una guerra por nuestra supervivencia nacional, y punto”. Ganar en las próximas semanas, dijo, es un “deber” para una nación “creada tras el Holocausto”.

La incógnita es cómo esa misión existencial será interpretada por el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, mientras piensa, más que en si contraatacar a Irán o no, en cómo lo hará.

Las advertencias de Biden empezaron pronto, en la visita que realizó a Israel menos de dos semanas después del 7 de octubre para mostrar su solidaridad tras uno de los ataques terroristas más terribles de los tiempos modernos.

Eso fue antes de que Israel arrasara Gaza desde arriba y enviara a su ejército sobre el terreno, en contra del consejo ofrecido por Biden a Netanyahu en una serie de acaloradas conversaciones. Fue antes de que Israel manipulara buscapersonas y walkie-talkies utilizados por Hizbulá que explotaron en todo Líbano, y antes de que Israel no solo matara a Nasrallah, sino que erradicara sistemáticamente a gran parte de la cúpula de Hizbulá.

Fue antes de que el gobierno insinuara que Israel se uniría a un alto el fuego de 21 días, solo para ser desafiado, de nuevo, por Netanyahu, quien se dio la vuelta y autorizó el ataque que mató a Nasrallah.

Para los críticos de Biden en la derecha, todo esto es el resultado de la indecisión estadounidense, su falta de voluntad para apoyar incondicionalmente a Israel, para matizar cada promesa de ayuda con una advertencia de no cometer los errores que Estados Unidos cometió después de los atentados del 11 de septiembre.

Para sus críticos de la izquierda, lo que ha ocurrido en los últimos 10 días es otro ejemplo de la incapacidad de Biden para hacer uso de la influencia estadounidense, incluida la amenaza de no dar más armas estadounidenses a Israel, después de que más de 41.000 personas han muerto en Gaza.

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Para muchos israelíes, la escalada era inevitable, un capítulo más de una lucha por la supervivencia que comenzó con la creación de la nación en 1948.

Netanyahu cuenta claramente con la bendición de Estados Unidos para tomar represalias. El martes, en la Casa Blanca, Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional de Biden, dijo que el ataque iraní había sido “frustrado e ineficaz”, en gran parte debido a los esfuerzos coordinados de las fuerzas estadounidenses e israelíes, que llevaban meses planeando cómo interceptar los misiles. “Hemos dejado claro que este ataque tendrá consecuencias, graves consecuencias, y trabajaremos con Israel para que así sea”, declaró Sullivan a los periodistas.

Sullivan dijo que la Casa Blanca estaba manteniendo amplias consultas con Israel, incluida la oficina del primer ministro, para formular la respuesta adecuada. Hizo hincapié en el grado de comunicación, dejando sin decir lo obvio. Biden y Netanyahu apenas hablaron mientras Israel invadía Gaza y llevaba la lucha a Líbano. Pero una vez que Irán, una amenaza letal para Israel con poderes militares a los que Hamás y Hizbulá solo pueden aspirar, entró directamente en la pelea, el tono y la estrategia de Estados Unidos cambiaron.

Las negociaciones tras bastidores ahora se reducen a las intenciones de Netanyahu. ¿Enviará otro mensaje a Irán sobre lo que Israel podría hacer en el futuro, como hizo en abril cuando apuntó a las instalaciones militares de la ciudad santa de Isfahán? ¿Atacará instalaciones de producción de petróleo y puertos?

¿O apuntará directamente a las instalaciones que lleva años amenazando con atacar, empezando por las instalaciones subterráneas de Natanz, donde Irán está enriqueciendo uranio hasta casi alcanzar los niveles necesarios para fabricar bombas?

Los funcionarios estadounidenses creen que pueden persuadir a Netanyahu de dejar claro su argumento sin llegar a desencadenar una guerra a gran escala. Sin embargo, admiten que el primer ministro israelí podría ver las cinco semanas que faltan para las elecciones presidenciales estadounidenses como un momento propicio para tratar de retrasar ese programa durante años. Después de todo, el expresidente Donald Trump no se quejaría de un gran ataque contra la infraestructura militar de Irán, y los demócratas no pueden permitirse ser acusados de frenar a Israel tras el ataque con misiles del martes.

“Israel hará todo lo posible por ser desproporcionado”, dijo el martes en CNN el general Wesley Clark, excomandante supremo aliado de la OTAN. Los funcionarios de la Casa Blanca opinan lo contrario: Netanyahu, dicen, no puede permitirse ser otra cosa sino equilibrado.

Esta nueva era entraña muchos riesgos. Existe el riesgo de que Irán, frustrado por el fracaso de sus misiles al enfrentar las armas israelíes y estadounidenses, se convenza a sí mismo de que por fin ha llegado el momento de lanzarse por un arma nuclear, viendo esa arriesgada medida como el único modo de contener a un adversario que ha penetrado iPhones, buscapersonas y sistemas informáticos. Existe el riesgo de que, a pesar de la elección de un nuevo presidente iraní de apariencia moderada, el Cuerpo de Guardias Revolucionarios Islámicos gane las discusiones internas del país y redoble sus programas de misiles y agentes de influencia.

“Una guerra a gran escala, o incluso una más limitada, podría ser devastadora para Líbano, Israel y la región”, dijo Jonathan Panikoff, director de la Iniciativa de Seguridad Scowcroft para Medio Oriente del Consejo Atlántico. “Pero de ella también se derivarán oportunidades inesperadas: socavar la influencia maligna iraní en la región, por ejemplo, impidiendo activamente sus esfuerzos por reorganizar Hizbulá. Y una nueva administración debería estar preparada para aprovecharlas”.

Eso es lo que hacen las guerras viejas y las guerras candentes. Crean nuevas dinámicas de poder, vacíos que hay que llenar.

Pero sigue existiendo el peligro de que las guerras más amplias, una vez iniciadas, tarden años en volver al cajón. Y la presencia de armas nucleares, misiles balísticos y un instinto de escalada crea una mezcla especialmente tóxica.

 

 

 

Fuente: The News York Times

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