• El temor del crimen organizado a que personas foráneas sean infiltrados de bandas rivales ha derivado en vigilancia, privación ilegal de la libertad y tensión social; el caso más reciente es el de Adriana Guadalupe en Noh-Bec

 

Redacción / CAMBIO 22

Chetumal, 26 de noviembre.- Los códigos de la violencia en el sur de Quintana Roo han dejado de responder únicamente a la lógica del negocio delictivo; ahora también se rigen por el nerviosismo de los grupos que buscan sostener el control territorial a cualquier costo. La idea —propia, alimentada y repetida por estas facciones— es simple, quien viene de otro estado o ciudad, no es visitante, podría ser infiltrado. Esa lectura, construida a partir de la desconfianza interna de las organizaciones criminales, ha convertido caminos, hoteles y comunidades en espacios donde el “dialogo” es la observación, y la bienvenida es la sospecha.

Ese clima explica la privación ilegal de la libertad de Adriana Guadalupe, una mujer de 35 años, originaria de Playa del Carmen, cuyo único “error” —según la óptica del grupo que la interceptó— fue no pertenecer al mapa social de Noh-Bec, donde se reporta dominio de células armadas vinculadas con el Cártel de Caborca. Testimonios comunitarios narran que un comando circulaba en la zona, portando armamento de alto calibre, y al notar a la mujer, el criterio para someterla no pasó por un intercambio de palabras, sino por un juicio automático.

La capital del estado vivió un antecedente que dibuja el mismo patrón de paranoia: nueve hombres, reclutados desde Nayarit bajo una oferta laboral, fueron “levantados” desde un hotel ubicado a la entrada de Chetumal, cuando los sacaron por la fuerza del inmueble en el que se hospedaban. La narrativa criminal en ese episodio fue idéntica, “no son nuevos empleados, pueden ser infiltrados que están marcando territorio o vigilando infraestructura ajena”. De ese grupo, tres, identificados como Jack Iván Ibarra Mendoza, Juan Alejandro Delgado González y Roberto Carlos Corona Ramos, fueron localizados con vida por el Grupo Internacional el 3 de septiembre; otros seis aparecieron el 23 de septiembre, cerca de la terminal de autobuses. La Fiscalía documenta ambos hechos como privación ilegal de la libertad y no como desapariciones voluntarias, manteniendo investigaciones abiertas.

La suma de estos episodios no revela una estrategia sofisticada del crimen, sino la fragilidad con la que sostienen su poder: un control basado en el miedo al “otro”, incluso cuando ese “otro” solo busca trabajar o visitar. En la Zona Sur, el tránsito de personas externas está mutando de señal de crecimiento social a detonante de peligro. El mensaje que imprimen estas organizaciones es intimidatorio: “si no eres de aquí, serás observado; si te observamos, decides si sigues libre”. Esa imposición ha perturbado la vida cotidiana; vecinos narran que incluso la movilidad tradicional —visitar familiares en comunidades o aceptar empleos temporales en la región— se ha visto alterada ante el temor colectivo que genera la vigilancia delictiva.

 

 

 

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