La Mirada Internacional sobre México: El Último Acto de Carlos Manzo, el Alcalde que Grito Solo en el Desierto
4 Nov. 2025
Despacho 14
El Violento Oficio de Escribir
El Grito que No Quisieron Escuchar
Alfredo Griz/CAMBIO 22
La noche del 1 de noviembre de 2025, el centro histórico de Uruapan se iluminaba con miles de velas. Era la celebración del Día de Muertos, esa fusión entre lo sagrado y lo festivo donde la gente honra a los suyos y espanta la tristeza con música y colores. Carlos Manzo, el alcalde, había caminado entre la multitud sonriendo, tomándose fotos con los vecinos, dando las gracias por haber sobrevivido un año más en una tierra donde gobernar puede ser una sentencia. Minutos después, los disparos rasgaron el aire. Las velas siguieron encendidas, pero ya no alumbraban la vida.

Cayó frente a su gente. En medio de las flores de cempasúchil, el sonido de los metales del mariachi se mezcló con el grito del horror. Carlos Manzo Rodríguez, 40 años, alcalde de Uruapan, fue asesinado a plena vista, en su propia fiesta, como un mensaje grabado a fuego: nadie está a salvo.
Un Hombre que Había Advertido Todo
Carlos Manzo no era un improvisado. Sabía en qué tierra caminaba. Desde que asumió el poder municipal en 2024, había hablado con la crudeza de quien ya ha perdido el miedo. “No voy a pactar con criminales”, dijo en uno de sus primeros discursos. Lo repitió en radio, en foros, en sus redes sociales, una y otra vez. Pero en Michoacán, prometer eso es como desafiar a los dioses antiguos: tarde o temprano, te pasan la factura.
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Durante meses, Manzo denunció públicamente la presencia de grupos armados que controlaban rutas, tala, extorsiones y el negocio millonario del aguacate. Señaló que la federación había retirado sin explicación a la Guardia Nacional de Uruapan, justo cuando se comenzaban a reducir los índices de homicidios. Advirtió que la sierra estaba siendo ocupada por nuevos grupos con entrenamiento y armamento de guerra. Suplicó apoyo, pidió refuerzos, envió oficios, grabó videos, concedió entrevistas. Nadie respondió con hechos.
Cuando lo mataron, tenía catorce elementos de seguridad federal a su alrededor. Lo cuidaban, sí. Pero no lo protegían. Lo acompañaban, pero no lo blindaban. Fue ejecutado igual, frente a todos, en el corazón de su ciudad.
El Silencio del Poder y la Indignación del Mundo
El asesinato de Manzo no fue un suceso local. Traspasó fronteras de inmediato. Gobiernos, cancillerías y organizaciones internacionales reaccionaron con una mezcla de condena, preocupación y vergüenza ajena. Desde Washington hasta Bruselas, desde Madrid hasta Buenos Aires, los titulares coincidían en una misma frase: “México vuelve a perder un alcalde a manos del crimen organizado.”
En Estados Unidos, diplomáticos de alto nivel hablaron de “un reflejo de la erosión del Estado de derecho en regiones estratégicas”. Se mencionó la necesidad de fortalecer la cooperación bilateral en materia de inteligencia y tráfico de armas. Analistas del Congreso norteamericano advirtieron que la violencia en municipios productores de aguacate podría tener impacto directo en el comercio agroalimentario binacional. No era sólo un crimen político: era un problema económico y geoestratégico.
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En Europa, la lectura fue más política y simbólica. En los medios más influyentes, la muerte de Manzo fue narrada como “el colapso visible de la promesa mexicana de reconstrucción institucional”. Editoriales en París, Berlín y Madrid resaltaron la contradicción entre el discurso oficial de mejora en la seguridad y la brutalidad con que un alcalde fue ejecutado en un acto público. La imagen del mandatario tendido entre velas se volvió metáfora del desencanto con la llamada “transformación”.
En América Latina, sobre todo en Sudamérica, el crimen se interpretó como parte de un fenómeno continental: la vulnerabilidad de los gobiernos locales frente a mafias que controlan territorios y economías. Desde Bogotá y Lima se recordó que la violencia política en México tiene raíces estructurales: instituciones débiles, impunidad judicial, y la normalización del miedo como herramienta de control.
Organizaciones de derechos humanos publicaron comunicados en los que calificaron el caso como “una advertencia mortal a todos los funcionarios que intenten gobernar sin someterse”. Las agencias multilaterales hablaron de un “ataque directo a la democracia municipal” y de la necesidad urgente de que México revise sus protocolos de protección a autoridades locales.

La Lectura Política Interna: Entre Rabia y la Culpa
En México, la noticia cayó como una piedra sobre el discurso oficial. Apenas unas horas antes del ataque, el gobierno federal había presumido que los índices de homicidios dolosos mostraban “una tendencia sostenida a la baja”. La realidad lo desmintió con sangre.
La primera reacción fue protocolaria: condena, reunión del gabinete de seguridad, promesas de justicia. Pero en la opinión pública, el tono fue de hartazgo. Las condolencias ya no bastan cuando el patrón se repite: alcaldes, regidores, activistas, periodistas… todos cayendo bajo la misma sombra.
La oposición acusó negligencia; los sectores moderados pidieron autocrítica; y desde el propio oficialismo surgieron voces que admitieron, a regañadientes, que la estrategia de contención ha fracasado. Los columnistas hablaron de un país donde la autoridad local es “una profesión de alto riesgo”.
Carlos Manzo se había convertido, sin proponérselo, en el ejemplo incómodo de un sistema que ignora a quienes le advierten que la violencia no se combate con discursos, sino con presencia efectiva del Estado. Su asesinato exhibió la distancia entre las decisiones en Palacio Nacional y la realidad de los municipios donde los narcos gobiernan por costumbre.
La Mirada Internacional sobre México
El caso Manzo puso a México nuevamente bajo el escrutinio del mundo. En organismos internacionales se habló de un “retroceso democrático en la periferia mexicana”. Algunos gobiernos europeos solicitaron explicaciones diplomáticas sobre el nivel de violencia contra funcionarios locales.
En los círculos políticos de Washington, el tema fue tratado como un indicador del deterioro del control territorial. Los reportes de inteligencia destacaron que la muerte del alcalde en una zona productiva clave no sólo afecta la seguridad, sino la estabilidad comercial y logística con Estados Unidos. En otras palabras: la violencia ya no es un problema interno mexicano, sino un riesgo regional.
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En América Latina, expertos en seguridad compararon el caso con los asesinatos de alcaldes en Colombia durante los años más duros del conflicto armado. Se trazaron paralelos: gobiernos que no escuchan advertencias, fuerzas de seguridad infiltradas, y la constante de una sociedad civil resignada.
La prensa internacional, especialmente la europea, fue aún más dura. Titulares que hablaban de “México: la democracia sitiada”, “La guerra que no termina” y “Un alcalde asesinado en la fiesta de los muertos”. Las imágenes circularon por el mundo: el cuerpo del alcalde, las velas, los rostros aterrados.
La narrativa global se impuso: un país que celebra la muerte con flores, pero convive con ella todos los días.

MÁS ALLÁ DEL CRIMEN: EL SÍMBOLO
Lo que ocurrió en Uruapan no fue sólo un asesinato. Fue una ejecución pública con mensaje político. Los agresores eligieron el escenario con precisión: la noche más mexicana, la de los muertos; el evento más simbólico, el de las velas; el sitio más visible, la plaza central.
No querían silenciarlo en la oscuridad, sino apagarlo ante todos. Querían demostrar poder. Y lo lograron.
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En los días siguientes, el gobierno federal desplegó tropas, prometió resultados, anunció investigaciones. Pero el mensaje ya había cruzado fronteras. Para los analistas internacionales, el caso Manzo se convirtió en una especie de diagnóstico del país: un Estado fragmentado, donde la autoridad local no tiene respaldo, y donde la palabra “soberanía” se invoca mientras la violencia toma las calles.
El mundo no vio un caso aislado, sino una señal de alarma: un alcalde asesinado después de pedir ayuda y no ser escuchado.

EL GRITO QUE NO QUISIERON OÍR
Carlos Manzo fue enterrado entre flores y silencio. Miles de personas lo despidieron con pancartas que decían “No lo mató el narco, lo mató la indiferencia.”
En su última entrevista, semanas antes del crimen, había dicho:
“Gobernar en Michoacán es caminar por el filo. Pero alguien tiene que hacerlo.”
Lo hizo. Caminó. Pidió apoyo. Lo negó el sistema que ahora promete justicia.
Hoy, su historia recorre cancillerías y redacciones de todo el mundo. No por lo que logró, sino por lo que su muerte revela: que en México la valentía aún se paga con la vida, y que las promesas de seguridad se disuelven en el humo de las velas que cada año recuerdan a los muertos que no debieron morir.
Porque esa noche, bajo el resplandor de las velas de Uruapan, el alcalde que gritó por ayuda no fue escuchado. Y el mundo entero, por fin, lo escuchó cuando ya era demasiado tarde.
MRM-RCM






















