El Último Latido del Agua: Crónica del Día de Muertos en Xochimilco
28 Oct. 2025
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Por las venas de los canales aún corre el eco de los antiguos dioses
Alfredo Griz / CAMBIO 22
El aire huele a copal y a lirio fresco. El agua, inmóvil como un espejo cansado, refleja la noche en que los vivos y los muertos se reconocen por un instante. Son los días en que México se enciende en velas, flores y recuerdos; cuando el país entero parece suspender su respiración para dejar pasar a las ánimas. En Xochimilco, ese respiro se vuelve canto, danza y lamento.
Ahí, en la laguna de Tlilac, desde hace treinta y dos años resuena el grito eterno de La Llorona. No la que asusta a los niños o vaga entre callejones desiertos, sino la que nace del alma de un pueblo que se niega a olvidar. Su llanto es un conjuro. Es el sonido del agua llamando a los antiguos, de la tierra recordando su origen.
El espectáculo —un ritual más que una obra— comienza en el embarcadero de Cuemanco. Los visitantes abordan trajineras que avanzan lentamente por los canales iluminados por antorchas. El murmullo del agua, el roce de las ramas de los ahuejotes, el rumor del viento en la oscuridad, todo anuncia el paso de lo sagrado. Xochimilco, Patrimonio de la Humanidad, se convierte entonces en escenario viviente: un templo flotante donde los dioses mexicas, los conquistadores y los fantasmas del Anáhuac se confunden entre sombras.

En el corazón del espectáculo, los tambores prehispánicos —el huehuetl, el teponaxtle, los caracoles y las ocarinas— despiertan una memoria que parecía dormida. Su ritmo se mezcla con el violín, el arpa y el bajo eléctrico, creando un puente entre lo ancestral y lo contemporáneo. Las voces entonan cantos en náhuatl, la lengua de los abuelos, mientras danzantes cubiertos de plumas y fuego giran al compás de la tragedia.
Esta temporada, la número XXXII, lleva por título “La Llorona: El Último Latido del Agua”, una evocación al origen, al momento en que los antiguos mexicas vieron al águila sobre el nopal devorando la serpiente y comprendieron que ahí, entre pantanos y espejos de agua, debía nacer su imperio. La obra recuerda el choque de dos mundos —la conquista y la pérdida— pero también la resistencia: el llanto que se transforma en canto.
La historia revive a Nahui, una mujer xochimilca que espera a su hijo mientras los presagios anuncian la llegada del invasor. Su alegría se torna tragedia cuando el eco de las espadas rompela armonía del agua. De su dolor nace La Llorona, no como espectro, sino como símbolo: la madre que llora por los suyos, por los hijos del maíz, por los pueblos arrancados de su raíz.
La puesta en escena —creada por el grupo artístico Nahui Teotls— no sólo es teatro, sino una plegaria al territorio. Desde 1993, artistas, agricultores y remeros se han unido para mantener viva esta ceremonia que conjuga danza, música y conciencia ecológica. No es casualidad que Xochimilco, con sus chinampas y su ecosistema milenario, haya sido reconocido como Patrimonio Agrícola Mundial por la FAO. Aquí, la tierra y el agua aún dialogan, y La Llorona es su voz más antigua.

A través de los años, la obra ha rendido homenaje a la historia viva de México: la conquista, el bicentenario, la lucha zapatista, la memoria indígena. En 2019 se tituló “Tierra y Libertad”; en 2023, “Chokani”, palabra náhuatl que significa “la que llora”, retomando el poder de las lenguas originarias. Este 2025, su canto vuelve a los canales para recordarnos que el agua también muere, que los lagos del valle —aquellos que vieron nacer Tenochtitlán— laten aún bajo el concreto.
Cuando la trajinera se detiene frente al escenario natural, el público guarda silencio. El viento sopla entre los árboles y parece traer consigo los ecos del pasado. En la penumbra, una figura blanca emerge entre el humo del copal. Su voz —dolorosa, desgarrada— se eleva sobre el agua:
“¡Ay, mis hijos!”
No hay niño que no sienta un escalofrío, ni adulto que no recuerde a sus muertos. En ese instante, todos comprenden que el mito es real, que La Llorona no pertenece al miedo sino a la memoria. Ella es el alma de un México que llora, pero también que resiste.
Al final, cuando la música se apaga y las trajineras regresan a Cuemanco, el silencio pesa. Los espectadores miran las flores que flotan sobre el agua, las velas que aún titilan, las sombras que se disuelven con la madrugada. En sus rostros se adivina algo más que emoción: una especie de gratitud ancestral.
Porque en Xochimilco, en medio de la noche, el Día de Muertos no es una fiesta ni una tradición: es un reencuentro. Es el último latido del agua, el reflejo de un país que aún escucha el llanto de su madre, y que entre flores de cempasúchil y luces de vela, le responde con amor, con arte, con memoria.
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