La Sombra que Susurra: La DEA en México, Entre la Guerra Invisible y la Desconfianza
15 Oct. 2025
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El Violento Oficio de Escribir
Alfredo Griz /CAMBIO 22
Por años, el combate al narcotráfico en México ha tenido un invitado que no aparece en los discursos oficiales, pero está presente en cada decomiso, en cada expediente judicial, en cada golpe quirúrgico al crimen organizado: la DEA, la agencia antidrogas más poderosa del mundo, que actúa con la discreción de un fantasma y la contundencia de un ejército invisible.
Desde las montañas de Sinaloa hasta los laboratorios de fentanilo en Baja California, su huella es indeleble, pero también polémica. Entre la cooperación y la intromisión, entre la inteligencia y la sombra, la DEA ha tejido una red que atraviesa fronteras, gobiernos y décadas. Lo que comenzó como una alianza para frenar el flujo de drogas hacia Estados Unidos, terminó convertida en un tablero de tensiones políticas, diplomáticas y de soberanía.

Los hombres de la oficina invisible
A mediados de los años noventa, la DEA ya tenía la mayor presencia operativa de Estados Unidos fuera de su territorio: 11 oficinas en México, distribuidas estratégicamente entre Tijuana, Hermosillo, Guadalajara, Monterrey, Ciudad Juárez, Mérida y la Ciudad de México. Desde allí, agentes encubiertos, analistas financieros y expertos en inteligencia electrónica seguían los rastros del dinero, de los químicos y de los hombres.
Su mandato era claro: desarticular las estructuras de mando de los cárteles. No sólo detener cargamentos o capos, sino decapitar la cadena completa, cortar el flujo financiero y exponer los vínculos de protección política que permitían que la maquinaria siguiera funcionando. Era la época dorada del enfoque “command and control”.
Pero esa presencia, tan silenciosa como omnipresente, despertó sospechas en todos los niveles. Para unos, la DEA era un socio necesario. Para otros, una fuerza extranjera que operaba por encima de la soberanía nacional.
El punto de quiebre: Cienfuegos y la guerra secreta
El 15 de octubre de 2020, un vuelo procedente de México aterrizó en Los Ángeles. En el aeropuerto fue detenido el general Salvador Cienfuegos Zepeda, exsecretario de la Defensa Nacional. El caso estremeció a la élite política y militar mexicana: el hombre que había comandado al Ejército durante todo el sexenio de Enrique Peña Nieto era acusado de proteger a una organización criminal.

La investigación, construida con inteligencia de la DEA y registros electrónicos interceptados, fue el mayor golpe institucional en la historia reciente entre ambos países. Pero la historia dio un giro inesperado: en noviembre, el Departamento de Justicia retiró los cargos y repatrió al general. México celebró la decisión como un triunfo soberano; la DEA la consideró una derrota operativa y una traición a años de trabajo encubierto.
El daño ya estaba hecho.
En diciembre de ese mismo año, el Congreso mexicano aprobó una ley que restringía las actividades de agentes extranjeros en territorio nacional. Por primera vez, la DEA quedó sujeta a reportar sus movimientos, operaciones y contactos con autoridades locales. Era el fin del libre tránsito operativo y el inicio de una era de desconfianza mutua.
El nuevo enemigo: el polvo blanco del siglo XXI
Mientras las relaciones diplomáticas se enfriaban, un nuevo enemigo crecía en silencio: el fentanilo. Entre 2021 y 2025, las incautaciones de este opioide sintético aumentaron más del 600%. En los informes internos de inteligencia se repetía una palabra: México.
El país se convirtió en el punto de ensamblaje y exportación más importante del fentanilo que llega a las calles de Estados Unidos. Los precursores químicos provenían de Asia, pero los laboratorios y las rutas eran mexicanas. Los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación habían evolucionado: ya no eran ejércitos de sicarios, sino corporaciones químicas con estructuras globales.

Ante el nuevo escenario, la DEA reactivó su maquinaria.
Diseñó operativos, coordinó entrenamientos, presionó diplomáticamente. En 2025 anunció el Project Portero, una iniciativa binacional para desmantelar laboratorios y rastrear precursores. Pero el anuncio se convirtió en un nuevo escándalo: el gobierno mexicano negó públicamente haber firmado tal acuerdo.
Otra vez, una operación nacía en la sombra y moría en la diplomacia.
La maquinaria que no duerme
A pesar de las tensiones, las operaciones conjuntas continuaron, aunque más discretas.
Entre 2021 y 2024, las agencias estadounidenses reportaron cientos de extradiciones de líderes y operadores de cárteles mexicanos, miles de decomisos de precursores y decenas de laboratorios desmantelados en Baja California, Sinaloa y Sonora.
Las cifras son contundentes, pero no reflejan la dimensión completa: cada operación encubierta involucra meses de inteligencia, infiltración, rastreo financiero y coordinación legal.
El método cambió.
La DEA, consciente del rechazo político que genera su presencia directa, trasladó gran parte de sus operaciones a territorio estadounidense. Desde allí, monitorea transacciones bancarias, movimientos de contenedores y redes digitales.
Las llamadas “compras controladas” ahora cruzan la frontera al revés: agentes en Estados Unidos adquieren sustancias y siguen el rastro hasta México.
Los juicios federales en Texas, California y Nueva York se convirtieron en los verdaderos campos de batalla del narcotráfico.

La guerra silenciosa de los números
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Los informes de inteligencia de los últimos años revelan el cambio de paradigma:
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Más de 11 oficinas de la DEA operaron históricamente en México, aunque varias han reducido personal desde 2021.
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El 90% del fentanilo incautado en EE. UU. tiene origen o tránsito por territorio mexicano.
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Los decomisos de precursores provenientes de Asia aumentaron 350% entre 2020 y 2024.
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Las extradiciones de alto perfil han repuntado: en cuatro años, más de 300 líderes de organizaciones criminales fueron entregados a autoridades estadounidenses.
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Y, pese a las restricciones legales, la cooperación técnica se mantiene en niveles operativos, pero no políticos: la confianza se fracturó.
Las grietas del espejo
México y Estados Unidos libran la misma guerra, pero desde frentes opuestos.
Para Washington, el enemigo es el flujo de drogas que mata a más de 100 mil estadounidenses al año.
Para México, el enemigo es la violencia que genera esa guerra dentro de sus fronteras.
La DEA actúa como el puente y el muro a la vez: une la inteligencia, pero separa la política.
Dentro de la agencia, algunos veteranos la describen como “una misión imposible sin aliados confiables”. En México, algunos funcionarios la consideran “una sombra que no pide permiso, solo resultados”.

El problema, como en toda guerra larga, no es la fuerza del enemigo, sino la falta de confianza entre los aliados.
La nueva frontera del silencio
En los pasillos diplomáticos, nadie lo dice abiertamente, pero el modelo clásico de cooperación se está agotando.
La DEA busca adaptarse a una realidad en la que no puede actuar libremente en México.
Por eso ha expandido su trabajo con bases de datos, inteligencia satelital y redes de vigilancia electrónica que permiten operar sin pisar territorio extranjero.
En Washington, la agencia impulsa una estrategia de “guerra digital”: rastreo de criptomonedas, espionaje financiero y monitoreo de envíos logísticos.
En México, las fuerzas armadas asumen un papel más protagónico, mientras los agentes extranjeros observan desde detrás del telón.
El resultado es una guerra fría del siglo XXI: operaciones conjuntas que no se anuncian, victorias que no se celebran y derrotas que se niegan.
Epílogo: la frontera como espejo
Cada vez que una dosis de fentanilo mata a un joven en Kansas, una reacción en cadena sacude los puertos de Manzanillo y Lázaro Cárdenas.
Cada vez que un laboratorio clandestino es desmantelado en Sinaloa, una corte federal en Nueva York abre un nuevo expediente.

La guerra ya no se libra en las calles, sino en los sistemas de datos, en los cables, en las cuentas bancarias y en los silencios diplomáticos.
La DEA no es sólo una agencia; es una maquinaria que respira con el pulso de dos países condenados a mirarse en el espejo de la frontera.
Y en ese espejo, la línea que divide la cooperación de la intromisión es cada vez más delgada.
La historia de la DEA en México es una historia de alianzas rotas y guerras que no terminan.
Su presencia es un recordatorio constante de que la lucha contra el narcotráfico no se libra solo con armas, sino con información, estrategia y paciencia.
Pero también es una advertencia: mientras la desconfianza siga gobernando la cooperación bilateral, los verdaderos ganadores seguirán siendo los mismos que nunca aparecen en los comunicados —los que operan en la sombra, igual que la agencia que intenta perseguirlos.
KXL




















