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Alfredo Griz / CAMBIO 22

En Mérida, cada amanecer empieza con una hilera interminable de camiones azul cielo. Son los autobuses del Va-y-Ven, el sistema que prometió modernizar el transporte de Yucatán, y que hoy se encuentra en el centro de una tormenta política, financiera y social que amenaza con paralizar la movilidad de toda la capital.

Durante años fue símbolo de orgullo regional: flotas nuevas, rutas ordenadas, tarjetas inteligentes, y la ilusión de que el caos urbano por fin se domesticaría. Pero en 2025, ese modelo tambalea. Lo que alguna vez fue una promesa de modernidad se ha convertido en un campo de batalla entre números rojos, operadores inconformes, usuarios hartos y un gobierno que lo considera una carga heredada difícil de sostener.

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La promesa de un sistema moderno

El Va-y-Ven nació con la idea de integrar a toda la zona metropolitana de Mérida y municipios conurbados bajo un esquema único: autobuses nuevos, tecnología de pago electrónico y rutas conectadas al IE-Tram, el primer transporte eléctrico de la región. La narrativa oficial hablaba de modernización, de reducir emisiones y dignificar el transporte público.

El modelo comenzó bien. En su apogeo, movilizaba más de medio millón de pasajeros al día. Las unidades nuevas sustituían camiones oxidados, las paradas se modernizaban, y el sistema de tarjeta inteligente facilitaba transbordos con un costo más justo. La tarifa general se fijó en 12 pesos, con descuentos para estudiantes y adultos mayores. Era un avance tangible en una región donde el transporte público había sido, por décadas, un mal necesario.

Pero debajo de la superficie, el equilibrio financiero nunca llegó.

El precio del progreso

Mantener un sistema de transporte metropolitano no es barato. Solo en 2025, el gobierno estatal ha inyectado más de mil millones de pesos para mantenerlo a flote. A lo largo del año se sumaron asignaciones extraordinarias —una de ellas por 105 millones— para evitar el colapso operativo.

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El problema es que el ingreso por tarifas no cubre ni la cuarta parte del costo real de operación. Cada autobús, cada ruta, cada kilómetro tiene detrás una red de subsidios que mantienen el sistema respirando por la nariz. La diferencia entre lo que se cobra y lo que cuesta ha generado una bola de nieve financiera.

Mientras los usuarios pagan 12 pesos, el costo real por pasajero puede superar los 40 o 45 pesos. El resto lo pone el Estado.

La Agencia de Transporte de Yucatán, que administra el sistema, opera con un presupuesto anual estimado entre 1,000 y 1,180 millones de pesos, pero la cifra no alcanza para cubrir los pagos a concesionarios, mantenimiento, y los gastos de operación. Los retrasos en pagos han provocado que varias rutas reduzcan unidades o, directamente, suspendan servicio en horas clave.

Los días de la inconformidad

En las últimas semanas, los paraderos amanecen con colas interminables. Los usuarios esperan más de una hora bajo el sol para abordar. Algunos autobuses circulan con piezas improvisadas, otros ni siquiera arrancan.

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Los operadores se quejan: no hay combustible, no hay refacciones, no hay pagos a tiempo. Y los concesionarios, ahogados por la falta de liquidez, amenazan con dejar de operar.

El gobierno estatal, recién entrado, ha prometido “revisar y corregir” el modelo. Pero detrás del discurso de eficiencia hay una realidad política más dura: el Va-y-Ven se ha vuelto una herencia incómoda, una estructura costosa que el nuevo gobierno considera inviable.

La tentación de apagar el motor

Eliminar el sistema sería un error de dimensiones históricas. De acuerdo con cálculos técnicos, si los 500,000 viajes diarios que mueve el Va-y-Ven tuvieran que sustituirse con taxis, autos privados o transporte informal, cada pasajero gastaría en promedio 38 pesos adicionales por viaje.

Eso equivale a 19 millones de pesos diarios de gasto extra para la población.

O, en términos anuales, más de 6,900 millones de pesos.

Un costo social que sería casi siete veces mayor al subsidio que hoy mantiene vivo al sistema.

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Y esa es la estimación conservadora. Si el gasto adicional promedio fuera de 60 pesos por viaje, el impacto económico subiría a más de 10 mil millones de pesos anuales.

Detrás de esos números hay rostros: empleados que gastarían el doble en transporte, estudiantes que abandonarían sus estudios, familias que tendrían que recortar comida para pagar el viaje diario.

La factura política

El Va-y-Ven no es solo una infraestructura, es una red social en movimiento. Su desaparición implicaría un golpe directo al bolsillo de la clase trabajadora y estudiantil, dos sectores que conforman el núcleo electoral más sensible.

El costo político sería inmediato: protestas, movilizaciones, paros y una narrativa mediática difícil de controlar. El gobierno podría argumentar que “corrige un modelo insostenible”, pero en la calle la lectura sería otra: que se desmanteló un servicio público que, con todo y sus fallas, era la única alternativa digna de transporte masivo.

La historia política de México enseña que los servicios sociales no se retiran sin consecuencias. Y en Yucatán, donde la imagen de estabilidad es casi un símbolo cultural, desactivar el sistema sería una detonación en cadena.

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Las grietas del modelo

El Va-y-Ven nació con buenas intenciones, pero con cimientos frágiles. La planeación técnica nunca fue acompañada de un modelo financiero sólido. Se apostó por tarifas bajas y subsidios altos, pero sin un esquema de recuperación sostenible.

Las deudas con concesionarios, los contratos con operadores privados y la falta de transparencia en los flujos financieros alimentaron la desconfianza. Las rutas se saturaron, los mantenimientos se pospusieron, y la promesa tecnológica del IE-Tram se topó con los límites de la realidad: altos costos de energía, piezas difíciles de importar y mantenimiento caro.

El resultado: un sistema moderno en apariencia, pero financieramente enfermo.

El colapso de la confianza

Hoy, los usuarios miran los camiones con resignación. Lo que antes era símbolo de modernidad se ha convertido en sinónimo de atraso. Las largas esperas, la falta de unidades, los retrasos y los rumores de desaparición han deteriorado la confianza.

En las calles se escucha una frase repetida: “Ya regresaron los camiones viejos”. Y, en efecto, en varias rutas volvieron a circular unidades del sistema anterior para suplir las faltantes del Va-y-Ven.

Mientras tanto, el gobierno insiste en que “no desaparecerá el sistema”, pero su discurso está lleno de advertencias: “revisión”, “reestructura”, “eficiencia”. Palabras que, en el argot político, pueden ser preludio de recortes.

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La paradoja del futuro

El dilema del gobierno actual es brutal: mantener el sistema cuesta caro; eliminarlo, mucho más.

La única salida viable sería una reforma integral del modelo financiero. Auditorías independientes, renegociación de concesiones, transparencia en pagos, ajustes graduales de tarifas y subsidios focalizados. Un rediseño técnico y social, no un entierro político.

Pero esa decisión exige voluntad y tiempo, dos recursos escasos en los primeros años de gobierno.

Mientras tanto, el Va-y-Ven sigue rodando a medias, sostenido por parches financieros, operadores extenuados y usuarios desesperados.
El ruido de los frenos

Cada noche, en las avenidas del norte y del oriente de Mérida, los camiones azul cielo se detienen frente a las paradas con luces titilantes. Los pasajeros suben cansados, pagan con su tarjeta y se sientan mirando por la ventana. Algunos recuerdan los primeros días del sistema, cuando creyeron que por fin el transporte público podía ser digno.

Hoy, esos mismos usuarios se preguntan si mañana tendrán camión.

El Va-y-Ven es más que un sistema de transporte: es el reflejo de cómo una ciudad enfrenta su crecimiento, su desigualdad y sus errores. Es el espejo donde se ve la política pública del país: una mezcla de buenas ideas, malas ejecuciones y promesas inconclusas.

Y como todo espejo, devuelve una imagen que duele mirar.

 

 

 

redaccionqroo@diariocambio22.mx

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