• Cuando se reduce la discusión sobre la pobreza a los “mínimos aceptables”, se incurre en una forma de administración moral de la miseria: Mario Luis Fuentes

 

Mario Luis Fuentes / CAMBIO 22

En las últimas mediciones oficiales, los indicadores de pobreza en México muestran una reducción significativa. Así se habrá de corroborar con los resultados que dé a conocer el INEGI en torno a los datos recabados sobre la pobreza y la vulnerabilidad, en 2024. En efecto, el número de personas consideradas en situación de pobreza ha disminuido de manera importante, impulsado de forma mayoritaria por el incremento de los ingresos laborales en los deciles más bajos de la población ocupada.

Tal avance no debe ser desconocido: es importante, es positivo, y representa una mejora relativa en las condiciones de ingreso y a satisfactores elementales para la vida de millones de personas que habitan en los márgenes del sistema económico. Sin embargo, desde una perspectiva que reconozca la interdependencia entre las condiciones materiales de existencia y las estructuras de dominación y sujeción del poder político, es urgente advertir que esta reducción cuantitativa no basta para hablar de justicia social ni de superación de la pobreza como fenómeno estructural.

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El problema de fondo no es solo cuánto ha disminuido el número de pobres -lo cual se mide con perspectivas y herramientas metodológicas que, por cierto, no están exentas de disputas teóricas y políticas-, sino la forma en que se concibe y se define la pobreza desde las instituciones del Estado y desde el consenso tecnocrático. Lo que ha predominado, incluso en la noción “multidimensional” de la pobreza, es una concepción esencialmente carencial: se entiende que la persona pobre es aquella que carece de ciertos bienes, servicios (en términos de afiliación o disponibilidad, pero no acceso efectivo) o ingresos. Pero incluso tal enfoque “multidimensional” termina subsumido en un marco estrecho, centrado en la privación material, sin cuestionar los dispositivos sociales y económicos que la producen y la perpetúan.

Frente a ello, es necesario retomar la pregunta de fondo que las teorías críticas de la justicia han formulado de manera constante: ¿qué entendemos por vida humana digna? ¿Qué tipo de humanidad estamos reproduciendo cuando aceptamos como suficiente que las personas tengan apenas lo mínimo para sobrevivir, sin preguntarnos por las condiciones para una vida plena, autónoma y emancipada?

Cuando se reduce la discusión sobre la pobreza a los “mínimos aceptables”, se incurre en una forma de administración moral de la miseria. Se establecen umbrales de tolerancia al sufrimiento material que el aparato estatal debe evitar que se crucen; pero no se interroga la arquitectura social que produce y distribuye dicho sufrimiento. Como bien planteara Axel Honneth, la justicia no puede reducirse a la asignación de bienes, sino que debe abarcar las condiciones de reconocimiento social que permiten a los sujetos desarrollar sus capacidades, aspiraciones y formas de vida legítimas.

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Desde esta óptica, el enfoque dominante en México sigue atrapado en una lógica que puede ser caracterizada más como compensatoria, que transformadora. Se orienta a mitigar las carencias sin alterar de raíz las estructuras que las producen. Más aún, se ha omitido deliberadamente un debate serio de economía política que problematice la desigualdad como fenómeno estructural, resultado de decisiones institucionales, relaciones de poder asimétricas y una organización regresiva del sistema económico.

Lo que quiere plantearse aquí es que, en lugar de discutir en torno a cuánto sube el ingreso de los más pobres, deberíamos interrogar cuánto más podría elevarse si el Estado desplegara efectivamente su capacidad productiva, regulatoria y distributiva. Esto nos remite a otro de los puntos neurálgicos del problema: la anemia fiscal del Estado mexicano. Aún con los esfuerzos de reasignación del presupuesto, -con un enfoque centrado mucho más en la transferencia de ingresos-, el estrecho margen fiscal del Estado mexicano impide detonar un proceso de crecimiento sostenido que permita ampliar la política social hacia la garantía plena de derechos, y ello requeriría, por ejemplo, disponer de lo necesario para incrementar la inversión pública productiva y en infraestructura social, para su ampliación, conservación y mejoramiento.

No se trata de administrar la escasez con más eficiencia, sino de cuestionar por qué existe esa escasez en un país con tantas capacidades desaprovechadas. Esto, porque es un hecho que la debilidad de la política fiscal mexicana impide financiar un verdadero Estado social de derechos. En el fondo, lo que falta no es voluntad de ayudar a los más pobres, sino decisión política para desmontar privilegios, aumentar la progresividad tributaria y construir una economía del cuidado, del bienestar y del reconocimiento mutuo.

Cerrar esta reflexión exige colocar en el centro el horizonte normativo de los derechos humanos, no como una retórica vacía, sino como una exigencia radical de justicia. Desde una mirada crítica, garantizar los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población debe entenderse como una obligación constitucional e internacionalmente vinculante del Estado mexicano.

Por ello, debemos preocuparnos por la reducción del número de pobres no en la lógica de la mejoría de un indicador estadístico, sino como un paso -necesario pero insuficiente- para la construcción de un orden social más justo. La verdadera superación de la pobreza implica democratizar el acceso a los bienes comunes, garantizar las condiciones materiales para la libertad real, y transformar las estructuras simbólicas y materiales que producen exclusión, estigmatización y violencia económica y todas las otras violencias.

En última instancia, enriquecer la discusión sobre la pobreza significa desplazarla del terreno tecnocrático hacia una esfera político-filosófica más profunda, donde se discutan los fines de la vida social, la organización del poder y la dignidad de todos los seres humanos. Tal como recordaba Ernst Bloch, la utopía no es una ilusión ingenua, sino el nombre de aquello que todavía no ha sido realizado, pero que debe serlo si queremos vivir en un mundo verdaderamente humano.

 

 

Fuente: Aristegui Noticicias

redaccion@diariocambio22.mx

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